Desconocido

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Fernando Medeot

Familiero. Licenciado en Comunicación, publicitario, docente, agnóstico, soñador. Fanático de Serrat, Federer, Benedetti y el buen cine.

Ilustración: Lucas Di Pascuale

 

Empecé de nuevo. Caminé hacia la izquierda, buscando los cajones del mueble de la cocina, donde solían estar los repasadores y algunas cosas raras que usaba para jugar. No los pude encontrar. Seguí derecho, tanteando la pared para reconocer con la mano algún reborde o alguna rugosidad en la pintura que me diera una pista sobre el lugar. Nada me era familiar.

Volví sobre mis pasos para atravesar otra puerta y retornar a la sala de juegos, pero aparecí en un espacio desconocido, sin juguetes. No me detuve, continué caminando en forma pausada. Ahora llegué a otra habitación que parecía un dormitorio. El nivel de mis ojos solo superaba el borde de la cama, que lucía armada y en perfecto orden. No reconocí el cobertor ni el edredón que estaba a la altura de las almohadas. Tropecé con una alfombra de color rojo que jamás había visto.

Traté de salir de la casa, rumbo al patio, desesperado, espiando alguna luz que me diese una señal de vida. En el trayecto choqué con un viejo mueble de roble, que mucho tiempo atrás debió ser un armario y ahora era un escombro en mi camino.

Mientras tanto, sentía cómo se aceleraba mi corazón. Corrí hacia otra puerta, pensando que era salida a la calle. Solo sumé una desilusión más, puesto que ingresé a un baño de azulejos celestes y cortinas plásticas con flores rosadas, imposibles de reconocer. Retrocedí nuevamente y en lugar de volver al dormitorio, ahora estaba en un living lleno de muebles antiguos.

A medida que avanzaba, la casa parecía crecer y sumar un espacio más. No podía encontrar mis juguetes y no quería llorar ni gritar. Era la hora de la siesta, y mis padres estaban dormidos. Pero no reconocía mi casa, no identificaba nada, el piso era distinto, el techo quedaba más lejos, las paredes no tenían cuadros. Las patas de las sillas eran diferentes. Me arrastré por debajo de la mesa, que solía ser mi escondite de enojado, y estaba oscuro, ese oscuro de tener miedo. Todo mi cuerpo se enredó con infinitas estalactitas de telarañas, gruesas y pegajosas. Huí de allí, pensando que si los dioses quieren destruir a alguien, primero lo vuelven loco.

Empecé a correr por un pasillo largo, tan largo que no se veía la luz del final. Escuché pasos detrás de mí que también corrían. Era alguien, pero no me animaba a mirar. Recordé la escena del nene en el triciclo en El resplandor. Los pasos más cerca, más cerca, más ceeerrrcaaa, hasta que sentí dos manos sobre mis hombros. “Me atrapó el viejo de la bolsa”, pensé. En ese momento escuché su voz, la de él, entre agitado y asustado: “¿Qué hacés en la casa del vecino, tontito…? Hace dos horas que estamos buscándote con tu madre…”.