Álbum de fotos

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Fernando Medeot
Familiero. Licenciado en Comunicación, publicitario, docente, agnóstico, soñador. Fanático de Serrat, Federer, Benedetti y el buen cine.

Siempre lo tengo ahí, al alcance de la mano. Cuando me apoltrono en el sillón del living es lo primero que veo, sin necesidad de levantar la vista. El viejo álbum me sonríe desde el estante, igual que las fotos de Jane Fonda y Carolina de Mónaco le sonreían a Jairo cuando él juraba morir enamorado en París.
Es un almanaque de la memoria, un paseo en la cubierta de los recuerdos, una visión de lo que fui y de lo que soy. El misterio del paso del tiempo encapsulado en un álbum lleno de momentos congelados, trascendentes y no tanto, instantáneas que alguien capturó para que ese fragmento siga vivo por la eternidad.
Recorro el álbum con el dedo, giro sus páginas y voy retrocediendo en búsquedas de diferentes sensaciones. Cumpleaños, paseos, vacaciones, familia, personas que ya no están, pero que están ahí guiñándome el ojo en una complicidad que me moviliza.
Me detengo en una. La observo y me descubro a los ocho años. Recuerdo el momento en que me la tomaron. Estoy montado en una bicicleta playera, circulando por la calle principal del pueblo. Riguroso pantalón corto, remera a rayas, zapatillas Pampero. Pelo cortado al ras, donde sobresale un flequillo rubio tijereteado en línea recta. Se pueden observar, a pesar del desgaste de la imagen por los años, los ojos entrecerrados y el ceño fruncido porque la luz del sol impacta en mi cara. Nada raro, hoy mismo me levanté con el ceño fruncido.

“Es un almanaque de la memoria, un paseo en la cubierta de los recuerdos”.

Vuelvo a mirarla y me da la sensación de que la imagen quiere decirme algo, hablar conmigo. A pesar de la ingenuidad que transmite, veo en mi rostro niño cierta madurez, una serena tranquilidad que solo dan los años vividos. Empiezo a escuchar sonidos. Son los de la calle por la que transito, los vecinos que hablan, un auto que pasa cerca, el viento que me da de frente. La bicicleta sigue rodando.
“Hola”, me dice. La imagen se ilumina tenuemente y mis facciones fotográficas parecen moverse. “¿Te acordás de este momento…?”, pregunta desde el papel. Pensé que la imaginación y la nostalgia de un tiempo feliz me estaban jugando una mala pasada. Pero no era un sueño, ni estaba loco, era mi voz de ocho años.
“Es imposible que no lo recuerdes –insistió–. Yo soy vos, vos sos yo. Yo estoy estático en la foto, pero sé todo lo que hiciste. Las cosas que te pasaron, las alegrías que viviste, el torbellino de tu vida para llegar a ser lo que sos, los momentos de dolor. Lo sé todo. Tus códigos, tus razones, tus furias, tus excusas, tus recuerdos, tus fantasías. Tus evasiones para escapar hacia delante y evitar compromisos. Seguramente querrás volver a ser como soy yo, pero no podrás. El tiempo tiene una dirección sin retorno”.
Levanté la vista de la foto para interrumpir el contacto. Sentí un cosquilleo en mi estómago porque estaba refrescando la nostalgia de las diferentes etapas de mi vida. Lo que dejé y lo que traje.
Con lentitud, cerré el álbum. En todos nosotros conviven dos personajes: el “fantasma” de un pasado al que es imposible volver y el “extraño” del presente que solo puede vivir el hoy. El mañana es solo una quimera donde todo puede pasar. Por eso, si en ese tiempo la vida toma contigo un café, aceptá la invitación y salí con ella a escena.