Desde el pescante

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Enrique Orschanski
Médico pediatra y neonatólogo, docente universitario, padre de dos hijas; autor de libros sobre familia, infancia y adolescencia.

Si ustedes vieran las cosas como yo las veo.
Desde el pescante del carro, el panorama es distinto: los colores, los olores, los gritos y, sobre todo, la gente.
Recorremos la ciudad cargando ramas y hojas, o ladrillos, o lo que nos pidan. Yo ayudo a papá como puedo, y conocemos lugares increíbles.
Me gusta cuando encaramos una bajada: el Gaucho (nuestro caballo) apura el paso y entonces el viento tira mi pelo hacia atrás, mi papá me mira y sonríe, y todo parece estar bien.
Todos nos miran: algunos grandes, con cara arrugada; los chicos, felices. Les atrae el caballo; creo que quisieran tener uno.
Mi nombre es Candelaria; “Cande” me dicen, en casa y en la escuela.
Desde los seis años acompaño a papá; ahora tengo doce. No creo seguir mucho más en el carro; cuando termine de estudiar, me gustaría ser cocinera, aunque no quisiera dejar de apreciar las cosas como las veo ahora.
Desde acá miramos personas llegando siempre tarde (nosotros no tenemos ese apuro). También vemos a muchos chicos detrás de las rejas de sus casas. Me dan tristeza, tan encerrados y sin viento en la cara.
Papá es el mejor cartonero del mundo. Lo conocen en muchos barrios y “le tienen confianza”, dice mamá.
“Adiós, Humberto”, lo saludan algunos desde la vereda, y él levanta un brazo sin soltar las riendas. Si andamos descargados, frena, ata el caballo y se saca la gorra. Porque se saluda sin gorra.
“¿Necesita algo, don?”, pregunta. Nadie le contesta enseguida; piensan un rato y después dicen “Sí, pero ¿cuánto me va a cobrar?”. O “No, nada, Humberto; otro día”. Mi papá pone la misma cara, si sí o si no.
Si algún día no hay trabajo, pone cara de “¿Qué le digo a la patrona?”. La patrona es mamá.

“Antes de dormir rezamos para que el Gaucho siga sano. Así mi papá puede seguir trabajando”.

También hay desconfiados; y eso que mi papá tiene una cara de bueno…
Una vez encontró billetes y los devolvió. El hombre le preguntó dónde estaban. “En la bolsa que usted me dio”. “Ah, bueno”, dijo, se metió en su casa y no salió más.
Otra vez mi papá estuvo en la cárcel; yo todavía no había nacido. Se había sumado a una protesta porque no dejaban entrar carros al centro, y terminó preso.
Salió al otro día y no lo molestaron más. Ahora tiene una tarjeta de una cooperativa que dice que no es cartonero, sino “trabajador recuperador”. Y pegó en el carro su chapa, bien limpita.
Antes de dormir rezamos. Por nosotros, por mi hermanito que está en el cielo, por la Virgen que nos ampara y para que el Gaucho siga sano.
Así mi papá puede seguir trabajando.
Y yo puedo seguir sentada, con el pelo al viento, mirando desde el pescante.

La crisis económica del año 2001 generó, entre otros efectos, el aumento de cartoneros, carreros y cirujas en las principales ciudades argentinas. La falta de empleo, la pobreza y la revalorización de materiales reciclables llevaron a naturalizar la recolección como fuente permanente de trabajo.
En la actualidad, y con sucesivas crisis acuciando el presente, existen más de 40 cooperativas que forman parte del Movimiento Carreros Unidos de Córdoba, que reúnen más de 350 familias involucradas en la actividad.
Los hijos, niños y adolescentes, crecen entre la necesidad de dignificar un trabajo, la discriminación social que perciben y las carencias estructurales que les dificultan torcer sus destinos.