El gran secreto

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Esa mañana te despertaste pensando que hoy era el día que tanto esperabas. Despegaste tu cuerpo de la cama convencido de no postergarlo más. Con el entusiasmo de la decisión tomada, preparaste el desayuno para los cuatro, mientras repasabas con meticulosidad todos los detalles, ajustando una y otra vez cada paso. La sincronización era clave en todo el proceso.

Llegaste al trabajo normalmente, como cualquier otro día. Trataste de que ninguno de tus actos o tus simples gestos estuviesen fuera de lugar, sonaran distintos a los que normalmente desarrollabas en el ámbito laboral. Le guiñaste un ojo a la secretaria, abrazaste al jefe de sección, cargaste al cadete por la derrota de Boca del domingo. Al mediodía, el almuerzo con tus compañeros mantuvo la rutina de siempre, pero a la tarde pediste salir diez minutos antes. Necesitabas ganar todo el tiempo posible.

Pasaste a buscar a los chicos por el colegio y compraste las verduras que había encargado tu mujer, sin elegirlas demasiado. Retornaste a casa alrededor de las veinte. Te apuraste a pelar las cebollas y cortar los tomates, para quitarle trabajo a ella y ganar ese tiempo valioso. Gracias a tu aporte, pudieron cenar a las nueve y media en punto. Un rato más tarde acompañaste a los niños hasta su habitación. En la inflexible logística planteada, era importante que a ellos les llegara el sueño rápidamente para poder lograr tu cometido posterior.

“Solo quedaba esperar a que se durmiese para cumplir con el plan que estuviste preparando todo el día”.

A pedido de tu mujer, acomodaste un viejo cuadro de marco amarillo que, en el vértigo de tus movimientos, habías dejado fuera de escuadra. A esa hora, la ansiedad te desbordaba. Después de ver ¿Quién quiere ser millonario? en la tele, programa que te permitía disimular ciertos tics nerviosos, simulando falsas incertidumbres ante las preguntas del conductor, invitaste a tu señora a ir a dormir. En la obsesión de tus cálculos, habías previsto una demora de treinta minutos, por las dudas de que ella se pusiera intensamente cariñosa y reclamara algo más que el besito de las buenas noches. Pero no, eso no ocurrió, tal vez por la carencia de romanticismo que impregnaba el poderoso olor a cebollas que ambos portaban.

Entonces, solo quedaba esperar a que se durmiese para cumplir con el plan que estuviste preparando todo el día. Veinte minutos después, comprobaste que la respiración profunda certificaba su entrega a los brazos de Morfeo. Sigilosamente, con la sagacidad de un gato acechando al ratón, te levantaste de la cama tocando el piso con el pie derecho para no espantar la suerte que te estaba acompañando hasta ese momento. Pasaste por la pieza de los chicos y comprobaste que estaban sumidos en un sueño angelical. En la más cerrada oscuridad, llegaste al living, buscando lo que habías comprado el domingo pasado en la feria de los artesanos: un viejo CD de música. Te llevó solo unos segundos encontrarlo tras el mueble viejo de pino.

Con él en tu mano, escapaste hacia el garaje, espacio aislado del resto de la casa por la amplitud del verde jardín trasero y una hilera de ligustrinas que frenaban todos los sonidos. Ahí dentro, solo con tu alma, sin que nadie te molestase, empezaste a ejecutar el sueño tan largamente planificado: metiste el CD en el aparato reproductor, pusiste la música al palo, agarraste la escoba oculta tras una mampara de acero y, con ella de compañera, empezaste a gastar el piso bailando ese hermoso chamamé. Uno de Tránsito Cocomarola, porque los de Tarragó Ros no te gustaban.