El mar y los sueños

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Fernando Medeot
Familiero. Licenciado en Comunicación, publicitario, docente, agnóstico, soñador. Fanático de Serrat, Federer, Benedetti y el buen cine.

El entusiasmo les golpeaba el corazón como un martillo neumático. Desde la ventanilla, alcanzaban a ver algunas palmeras y fugaces atisbos de algo azul que se movía. “Ya estamos llegando”, avisó el conductor, en un intento por frenar la ansiedad desbordada.
Cuando el vehículo detuvo su marcha, Julia y Ricardo saltaron hacia delante, avanzando velozmente para descubrir aquello que tantas veces habían escuchado: el mar.
Atravesaron los médanos con la misma excitación de dos niños corriendo tras su mascota y ascendieron la colina que los separaba del paraíso, sin hacer escalas. Parados en la cima, no podían dar crédito de lo que veían: un espejo de agua infinito les golpeaba los ojos, deslumbrándolos con las siete tonalidades del azul más puro, como si fuese una pintura en movimiento cuyo vaivén superaba la fantasía de un lienzo coloreado.
La línea del horizonte les pareció curvada. Nunca antes la habían visto así y hubiesen deseado tener más ojos para abarcar tanta inmensidad, tanta belleza, tanta aventura por descubrir.
Se acercaron temerosos, besando con los pies la arena cálida que les daba la bienvenida. Ella con su vestidito blanco, él con su bermuda de vaquero. Llegaron de la mano hasta el borde húmedo, donde la última ola acababa de regalarles la primera caricia.
Quisieron tocar el agua, pero se les escurrió de las manos dejando un pequeño manto de espuma. Las líneas blancas que delineaba el oleaje jugaban con sus emociones, en un ida y vuelta mágico escapado de largos sueños.
Se agacharon para palpar la arena. Los minúsculos granos parecían el talco que alguien ponía de noche en sus zapatillas, aunque la consistencia los invitaba a articular montañas o figuras de ficción. Felices como nunca, chapotearon en la orilla, corrieron bordeando el agua y se mojaron la ropa. Qué importaba si los retaban después. Se sentaron para armar, sin juguetes, un castillo de arena que no terminaba de erguirse, porque siempre se lo robaba el mar.
Desde arriba, el sol les pasaba la mano por la nuca, los besuqueaba con sus delicados rayos y les compartía un gesto de regocijo, mientras las alas abiertas de una gaviota cortaban el celeste del cielo, dibujando un tajo en la quietud del mediodía.

“Hubiesen deseado tener más ojos para abarcar tanta inmensidad, tanta belleza, tanta aventura”.

Percibieron el sonido que traía cada movimiento acompasado del océano, esa misteriosa música que evoca la libertad del espíritu, imaginando que veleros y pequeños barcos viajaban mar adentro, desafiando mareas y tempestades.
Dejaron que sus pulmones fueran invadidos por la pureza de las corrientes de aire, con su olor inconfundible a naturaleza y peces vivos. El viento les silbaba canciones al oído y les agitaba el pelo como una batidora de dos tiempos.
No podían sentirse más dichosos. Por fin, se animaron a meterse al agua, desafiando la prepotencia de las olas que les ponía límites a sus ansias. Se revolcaron sin culpas, sintieron el persistente gusto de la sal en sus bocas y rodaron por la arena tantas veces como tuvieron ganas.
En un momento, escucharon que alguien los llamaba desde la orilla, al tiempo que sonaba la bocina de la combi que los había transportado. Por hoy, solo por hoy, la aventura terminaba, pero juraron volver.
A los 78 y 81 años, Julia y Ricardo habían visto el mar por primera vez. La emoción les bañó el alma y lloraron de felicidad. Porque aunque sepas que el tiempo para entregar el equipo sea cada vez más corto, nunca es tarde para concretar un sueño.