Acorralado

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La luz del pequeño farol iluminaba tenuemente el sendero, como si fuese producida por el resplandor de una linterna suspendida en el aire. Yo estaba solo, de soledad absoluta, y sentía miedo. Podía oler ese miedo fluyendo de mi cuerpo en la noche oscura y tenebrosa. La luz demarcaba un círculo pequeño que significaba el límite de mi visión. Fuera de él, la oscuridad era total, imposible distinguir objetos o gente. Entonces empecé a escuchar sonidos. Ellos, los indefinidos, hablaban entre sí, marcando con su murmullo ese cerco invisible que separaba las tinieblas de mi cuerpo vulnerable. En realidad, no sé si hablaban o rugían, o aullaban o graznaban o croaban… era un dialecto imposible de clasificar, una sonoridad gutural que aumentaba en intensidad a medida que pasaba el tiempo. El terror no solo me inmovilizaba físicamente, también me impedía razonar con equilibrio. Percibía que ellos se acercaban y luego se alejaban, que corrían alrededor mío, se detenían, volvían a hablar o lo que fuese que hacían y luego continuaban moviéndose. A veces, un grito sobrevolaba por encima de todo el bullicio y ellos se callaban un segundo, para arrancar de nuevo con mayor fuerza. El frío de la atmósfera laceraba mi cuerpo, mientras yo continuaba aferrado al poste del farol, el único símbolo de vida que podía reconocer. El alboroto no se detenía nunca, aumentaba en volumen, parecía que llegaba una tropa de choque o un grupo intergaláctico o una manada de animales en estado salvaje dispuestos a lastimarme, secuestrarme o devorarme. Imposible saberlo. La noche se hacía más cerrada y sentía que el círculo de luz que irradiaba el farol se reducía inexorablemente. A esa altura, solo podía ver a un metro a mi alrededor. Y ellos seguían llegando, sumando pertrechos a su batallón gigantesco. En un momento también empezaron a escucharse sonidos metálicos que se entremezclaban con el griterío de esas voces desconocidas y con el crujido de pasos firmes, que pisoteaban la vegetación reseca de la zona oscura. “Un escuadrón militar de zombis”, pensé. Los sentía cada vez más cerca, cada vez en mayor cantidad, cada vez más fuerte. Un torbellino de violencia en ciernes revoloteaba sobre mi cuerpo frágil.

“El alboroto no se detenía nunca, parecía que llegaba una tropa de choque o un grupo intergaláctico”.

“No tenés que permitirte sentir miedo, no tenés que permitírtelo”, me dije. Sin embargo, seguía percibiendo el olor desagradable del terror, su aroma penetrante, agudo, que impactaba en mi olfato. El temor a lo desconocido, que me envolvía como una pitón, me asfixiaba, me paralizaba mientras veía que el pequeño espacio de luz se hacía todavía más chiquito. No podía divisar a nadie. Más ruidos, más seres, más negrura, más entes, más locura, más incertidumbre. Desesperación total, nervios destruidos, sudoración alta en cuerpo congelado. Mis sentidos estaban al borde del colapso, dominados por esa indescriptible sensación que te dice “Aquí se termina todo, amigos”.

Fue entonces cuando el poste de luz, al que me había aferrado con tanta fuerza, se convirtió en el brazo de mi papá y el farol luminoso se transformó en su rostro. “Vamos, entrá al colegio –me dijo–. Es tu primer día de clases y no conocés a nadie, pero en un rato vas a tener un montón de amiguitos”. 

Ilustración: Pini Arpino.