Doña Agustina, la madre de Rosas

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La madre de Rosas, Agustina López de Osornio, era descripta por relatos familiares como la voz cantante del hogar. Su nieto Lucio V. Mansilla relataba: “Doña Agustina daba a luz todos los años un descendiente rollizo bien conformado. […] De todo se ocupaba: de su casa, de sus parientes, de sus relaciones, de sus intereses, comprando y vendiendo casas, reedificando, descontando dinero y siempre constantemente haciendo obras de caridad y amparando a cuantos podía, a los perseguidos con o sin razón por opiniones políticas” 1

Tampoco tenía muchos miramientos con las cuestiones legales, como lo muestra su testamento de 1837, en el que reducía drásticamente la herencia legítima de sus hijos para favorecer a varios de sus nietos, que habían quedado huérfanos. Cuando el escribano le observó que la ley le prohibía hacerlo, se limitó a contestarle “Ya verás si se puede…” y le hizo agregar una cláusula que decía: “Sé que lo que dispongo en los artículos tales y cuales es contrario a lo que mandan las leyes tales y cuales. Pero también sé que he criado hijos obedientes y subordinados que sabrán cumplir mi voluntad después de mis días: lo ordeno” 2.

Ramos Mejía brinda una semblanza interesante de la mamá de Rosas:

“Encontrábase poseída de un deseo extraño de ocuparse de muchos asuntos a la vez, de emprenderlo todo sin concluir nada, de una actividad incesante, de una especie de movimiento continuo, análogo a ese vaivén agitado que se apodera de la aguja de un péndulo cuando ha desaparecido el disco que regula su marcha” 3.

“Agustina López de Osornio era descripta por relatos familiares como la voz cantante del hogar”.

Es sabido que los disgustos con su hijo Juan Manuel llevaron a la ruptura del futuro Restaurador con la familia, al punto de que cambió su apellido Ortiz de Rozas por Rosas. Lo que no quita que los lazos de solidaridad familiar continuasen firmes. En diciembre de 1828, luego de derrocar al gobernador Manuel Dorrego, el general Lavalle hizo requisar todos los caballos de la ciudad para montar a sus tropas, que irían en persecución de los federales. El relato de Mansilla asegura que doña Agustina se negó a darlos, argumentando que no podía ayudar a quienes irían en contra de su hijo. Cuando los unitarios decidieron hacerse de esos animales por la fuerza y tiraron abajo la puerta de la casa, en las caballerizas se encontraron con que todos los caballos y mulas habían sido degollados.

También nos cuenta Ramos Mejía el siguiente episodio: “Una tarde, [doña Agustina] compra en una tienda algunos objetos, que dejó apartados para llevarlos cuando regresara a su casa. Momentos después vuelve por ellos y se impone con sorpresa que el tendero los ha vendido. –Los he vendido –le dice este–, viendo que Vd. no volvía. –Soy sorda –le responde la señora, colocando en el oído la mano derecha a guisa de pabellón–, tenga Vd. la bondad de acercarse más. El tendero acerca su cabeza y, antes de que hubiera articulado la palabra, una feroz bofetada le hacía purgar su insolencia”.

No era sencillo tramitar el complejo de Edipo con una madre como doña Agustina. 

1 Lucio V. Mansilla, Rozas. Ensayo histórico-psicológico, Anaconda, Buenos Aires, 1933, págs. 27-37.

2 Ibidem.

3 José M. Ramos Mejía, Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, con prólogo de José Ingenieros, La Cultura Argentina, Buenos Aires, 1915.