Nunca hablamos de amor

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Siempre te busco. A la mañana, cuando despierto, me desespero por ver si estás cerca. Mi primera sonrisa es para vos y entiendo que, en el fondo, también estás sonriendo. A partir de ese momento, todo el día es nuestro y parte de la noche también. No nos separamos ni un segundo. Teniéndote cerca descubro que el café del desayuno humea y que el queso crema se desliza con plasticidad sobre la rugosa tostada. Luego nos asomamos al día y el cielo nos grita su celeste. 

Juntos salimos a caminar por el barrio para observar ese verde tan familiar de la plaza. Si el destino nos impone ir más lejos, nos subimos al auto y nos desplazamos con sagacidad entre ese infierno de vehículos que gritan presente en las calles. Unidos es más fácil esquivarlos.

También disfruto tu compañía en momentos más distendidos, como el almuerzo y la cena. Sos la guía para que mi mano descubra los mejores bocados, las bebidas más generosas y las frutas de mejor color. Confío ciegamente en vos.

Cuando leemos, siento que tu presencia se hace insustituible. Sumás precisión para interpretar correctamente el sentido que transmite cada autor. Si la lectura no es muy agradable, la decisión de no seguir es compartida; hay demasiado odio dando vueltas. Por eso, en charlas con amigos, siempre sostengo que tu aporte es esencial para ver y analizar los hechos de manera correcta, haciendo foco en las cuestiones importantes de la vida. 

No nacimos juntos, nos encontramos bastante más tarde, cuando empecé a sentir que te necesitaba. Yo fui a buscarte y el flechazo pintó instantáneo. El mundo que me rodeaba cambió completamente, me enseñaste a ver las cosas de frente, sin necesidad de desviar la mirada. Y desde ese momento empecé a redescubrir formas y colores que había olvidado.

“En charlas con amigos, siempre sostengo que tu aporte es esencial para ver los hechos de manera correcta, haciendo foco en las cuestiones importantes de la vida”.

Después, a la par, transitamos cosas maravillosas. La contemplación se convirtió en un hábito saludable. Me ayudaste a elegir la mujer de mi vida, cuando descubrimos ese verso tan lindo de Bécquer, “el alma que puede hablar con los ojos también puede besar con la mirada”. Se lo leí y ella quedó asombrada, ¿te acordás..? Y juntos vimos nacer y crecer a los chicos, viajamos por distintos lugares y compartimos mucho tiempo en mis lugares de trabajo. En la agencia de publicidad, dando clases en la universidad, en la escuela de negocios o escribiendo mi primer libro. Cada parpadeo era una señal de asentimiento, aunque al final del día yo terminase con los ojos irritados. Fuimos al cine, a la cancha, a grandes fiestas, a disfrutar asados con amigos. Distintos pero inseparables, como la carne y la uña.

También me acompañaste en momentos difíciles. No es fácil despedir a la gente que se va para siempre. Vos estuviste ahí, conmigo. Valoro mucho tu presencia, especialmente en esos instantes de dolor y tristeza, cuando mis lágrimas rodaban tan cerca de tu figura.

En fin, convivimos desde hace mucho tiempo y participás en todo lo que me pasa, excepto en mis sueños, lugar donde no podés meterte.

Te aprecio, te necesito, te siento parte mía. No podría ir muy lejos sin vos. Y a esta altura debo reconocer que a pesar de que me diste todo… nunca, nunca hablamos de amor, querido par de anteojos.