¿Malas palabras?

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“Hablar es, ante todo, analizar. Este análisis implica una facultad selectiva”, dice el doctor en Filosofía y Letras Martín Alonso. Del universo de términos existentes, los hablantes elegimos aquellos que reflejan nuestro pensamiento. Así de fácil. Con esta actividad, pedimos, halagamos, agradecemos, herimos.

“Creo que el insulto logra arrancarte un pedazo de carne”, sostiene Héctor Anaya en su libro El inteligente arte de insultar. Las heridas que se hacen con las palabras no derraman ni una gota de sangre, muchas veces son invisibles a los ojos de los demás, pero la cicatriz es tan marcada que no se olvida. 

Desde otra perspectiva, es casi imposible hablar de insultos sin recordar los dichos del Negro Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua de Rosario: “Hay palabras de las denominadas ‘malas palabras’ que son irremplazables”. “No es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza, a decir que es un pelotudo. El secreto y la fuerza de ‘pelotudo’ está en la letra ‘t’”, reflexionó.

Asimismo, podemos hablar del término “boludo”. En 2013, esta voz fue elegida por el poeta Juan Gelman como la que mejor representa el lenguaje de los argentinos.

En este sentido, podríamos pararnos en la vereda de la pobreza léxica de los coterráneos o en la riqueza de esta palabra, que tiene sus raíces en la Guerra de la Independencia.

Estamos hablando de una parte de la historia en la que un grupo de gauchos, con boleadoras, lanzas, facones y unas pocas armas de fuego, enfrentaron a las fuerzas militares españolas, de las mejor preparadas del momento.

“Hay palabras de las denominadas ‘malas palabras’ que son irremplazables”, decía Fontanarrosa”.

“En la primera fila, iban los pelotudos, quienes derribaban a los caballos enemigos con grandes piedras. En segunda fila estaban los lanceros, que pinchaban a los jinetes caídos; y en tercer lugar, los boludos, que terminaban de matarlos con las boleadoras”, relata María Laura Dedé, en su libro Deslenguados.

Luego, en 1890 un diputado nacional, para hacer referencia a que no había que ir al frente y hacerse matar, dijo que no había que ser “pelotudo”. Fue algo así como decir: “No hay que ser estúpido”. 

Entonces, por esas vueltas del lenguaje, el pelotudo pasó de ser un aguerrido a un tonto. Con el tiempo, se sumó a esta última clasificación la palabra “boludo”, y el imaginario popular entendió que se hacía referencia a los genitales grandes que le impedían moverse con facilidad.

Así, estos términos se transformaron en insultos graves. Y, de la mano de una nueva evolución de la lengua, hoy podemos escuchar “boludo” casi como muletilla para referirnos a nuestro interlocutor.

Para seguir con la insólita historia de una palabra que disfrazada de vulgar tiene más aventuras que Chatrán, en 2009 una agencia digital propuso instituir el 27 de junio como el Día Nacional del Boludo, para destacar los buenos valores de las personas que quieren hacer las cosas bien, pero les salen mal. Se eligió esa fecha porque en 1806, ante las invasiones inglesas, las autoridades del Virreinato del Río de la Plata, con el ímpetu de generar diálogo, dejaron entrar a los adversarios y enarbolar su bandera en la plaza de Mayo.

Curioso, ¿no?.