Perinola

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Me parece verlos dentro de unos años. Arremolinados mirando mi rinconcito lleno de libros y películas maravillosas. Seguramente, al principio tendrán dudas. Pero los veo y no creo equivocarme. Mi hijo mayor agarrándose el mentón, mi hija mayor preocupada con las manos en jarra y los dos más chicos pensando que no hay lugar para guardar tanta cosa vieja.

En esa escena, yo ya no estoy con ellos, y ellos son personas “grandes”. Tal vez casados o en pareja. Alguno dirá “Qué manera de juntar papeles el gordo”, y, ayudados por algún yerno traidor o una nuera indolente, pensarán en hacer una gran fogata para San Pedro y San Pablo, solamente pospuesta porque todos tendrán conciencia ecológica y sabrán que una chispa en Córdoba quema 500 hectáreas.

Es solo una proyección la que hago, mientras recorro mi biblioteca con la vista y repaso uno a uno los ejemplares sobrevivientes a las 17 mudanzas que hice desde mi época de estudiante. Novelas, ensayos, ficciones, libros políticos que burlaron las requisas de los 70, todos ellos puestos y sacados de cajas una y otra vez. Cajas que se destacaron por pesar una barbaridad. Es altamente probable que el descalabro que hoy tengo en la columna sea producto del levantamiento sucesivo de esos cubos llenos de cultura, pero verdadero terror de los fleteros.

He descartado la posibilidad de irme a vivir a otra casa. Soy feliz en el barrio. Por eso tengo la certeza de que los libros van a permanecer intocables en la misma posición que los he dejado. 

Pero ¿qué pasará cuando tenga que partir y cruzar el río de una sola orilla…? 

“Son hijos míos, y quiero dejarles herramientas que los ayuden a sobrevivir en un mundo impredecible”.

A pesar de que los cuatro me dan ciertas señales, todavía no logro descifrar si a alguno le interesa la lectura de eso que llamamos “libro”, compuesto por páginas y páginas llenas de letras, sin animaciones ni dibujitos al medio. Son nativos digitales, y sus preferencias están más orientadas hacia lo que les ofrecen las redes. Entiendo –a mí también me pasa– que ver en YouTube un compilado con los goles de Talleres o Gambito de dama en Netflix, armar una partida global en Fortnite o embobarse con las pavadas de un influencer les resulta más atractivo que leer un clásico o un contemporáneo como Saramago, Cercás o Galeano. Son hijos de la inmediatez, de lo breve, de la síntesis, de lo predigerido. Pero también son hijos míos, caramba, y quiero dejarles herramientas que los ayuden a sobrevivir en un mundo impredecible, volátil, inseguro y manejado por pocos. 

Sigo pensando que en los libros está la receta, aunque cada vez me invade más la duda de si lograré hacerles atravesar el umbral que los separa. Para eso, la verdad es que no se me cae ni una idea.

Mientras observo lomos y carátulas perfectamente ordenados, creo escuchar la voz de uno de ellos, diciendo “Che, al gordo le hubiera gustado que no los tiremos”. Entonces se me ocurre creer que después de esa frase, los cuatro se sientan a jugar a la perinola y determinan que quien saca “Tomatodo” se hace cargo de mi biblioteca. Total, soñar no cuesta nada.