Hojas en blanco

0
37

Extiendo la hoja; este es el momento para escribir. 

Un papel en blanco es un panfleto de la imaginación; sin botones ni bluetooth, solo requiere tiempo e ideas.

“Córdoba, setiembre de 2022”. Una breve línea para confirmar ubicación en tiempo y espacio. Nada mal en tiempos de ubicarse mirando pantallas.

Le escribo a un amigo de la infancia que al terminar la secundaria se mudó de provincia. 

Desde hace décadas mantenemos la entrañable tradición de intercambiar cartas manuscritas. También usamos las redes sociales (a veces abusamos), pero la costumbre nació al descubrir que compartíamos un placer en vías de extinción: el de esperar al cartero. 

No el que trae cuentas o publicidades, sino el que nos acerca a aquellos que viven lejos y extrañamos tanto.

¿Cómo transmitir a los chicos actuales que la palabra “espera” es importante? ¿Cómo explicar que es posible disfrutar algo que demora, incluso por varios días?

“Cosas de viejos –me dice un sobrino adolescente–, ¿no es más fácil y rápido con mensajes electrónicos?”.

Tiene algo de razón, la velocidad es importante. En segundos puede salvar vidas, mejorar ánimos o indicarnos por dónde ir. Sin embargo, para mantener vivos algunos afectos, una hoja en blanco representa otra cosa. 

La celeridad, el apuro, puede afectarnos; porque justamente nos quita la olvidada espera. Aunque entiendo que a los 16 años predomina el apuro por lo inmediato, que en muchos casos equivale a lo fugaz.

La urgencia (para responder mensajes, para vivir) también quita reflexión; pausas para valorar la paciencia, paréntesis reflexivos que construyen diálogos genuinos. 

Un mensaje electrónico pide respuesta urgente, y contestar de inmediato o sin pensar alternativas suele llevar a equívocos que no se resuelven con un «jajaja» o un emoji.

“¿Cómo transmitir a los chicos que la palabra ‘espera’ es importante?”

Vuelvo a la carta. Escribo novedades, hago preguntas y me despido con buenos deseos. 

Las palabras parecen haber encontrado su lugar mientras la tinta se seca. Escribo con estilográfica y en cursiva, por supuesto. 

Soy de los que todavía toman la lapicera con tres dedos: índice arriba, pulgar y mayor abajo. Las nuevas generaciones ya muestran otros modos: más dedos arriba, y algunos hasta parecen haber involucionado al agarre simiesco. No es una crítica, apenas una descripción de alguien acostumbrado a evaluar la motricidad fina.

Leo y releo, tacho y corrijo. Los manchones quedan allí, para siempre, como testimonio de las dudas y vacilaciones que construyeron el texto final.

Creo que lo tachado transmite tanto como las frases que quedan indemnes; y el lector merece contemplar y adivinar por dónde navegaron nuestros pensamientos al escribir cada carta.

¡Listo! Doblo el papel, lo meto en un sobre y escribo destinatario y remitente. 

Saldrá por correo mañana. Sonrío al pensar en la alegría de mi amigo al saber que pronto llegará, una vez más, el cartero. 

Como siempre, él leerá la carta y la guardará. Y por la tarde, con menos apuro y una taza de café en la mano, volverá a leerla y recién a entenderla. 

Cuando él decida, comenzará el ciclo inverso; también, mi espera.

Hojas en blanco, espera, tachones, reflexión, letra manuscrita, paciencia: arcaísmos que los chicos quizás podrían comprender por sus antónimos.