Pregunta hipocrática

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“Antes de curar a alguien, pregunta si está dispuesto a renunciar a las cosas que lo enfermaron”. 

Fue Hipócrates (460-370 a.e.c.) quien, con esta frase, resumía una filosofía compartida por una comunidad de médicos, cofundadores de un modo de ejercer la medicina sobre la base del estudio del cuerpo humano y de su entorno.

El enfoque representaba un profundo cambio en la concepción del origen de las enfermedades: estas no eran causadas por posesiones diabólicas o por enojo de los dioses, sino como resultado de factores personales, de hábitos y del ambiente.

El legado de Hipócrates, considerado padre de la medicina actual, es un paradigma revolucionario en el que las enfermedades son construcciones gestadas en el cerebro y no en el corazón. Construcciones humanas, no divinas.

Entonces, “renunciar a las cosas que enferman” propone modificar la posición de pacientes (padecientes) pasivos por la de gestores de su recuperación y curación. 

Los profesionales médicos son capaces de lograr mejoras transitorias, reducir dolores o combatir agentes externos con medicamentos, pero en alguna etapa de la evolución de una enfermedad el paciente debe involucrarse: desactivar hábitos, modificar conductas, identificar lo que daña y evitarlo, comprender lo que lo enferma y no reiterar errores.

En pediatría, el compromiso debe incluir a los integrantes del núcleo de crianza, porque la verdadera curación se logrará cuando quienes participan en la construcción de enfermedades modifiquen sus conductas y, así, construyan salud. 

Esto se refiere tanto a infecciones y lesiones simples como a enfermedades más complejas, originadas en trastornos vinculares o en estilos de vida no saludables.

Lo curioso (doloroso también) es comprobar cómo muchos niños y niñas “encuentran su lugar” en los síntomas y signos que los aquejan y los convierten en rasgos de identidad.

¿Está dispuesto el núcleo familiar a abandonar aquello que enferma?

Sobran ejemplos.

Algunos se autoperciben como “los enfermos de la familia”. Al tener reiteradas consultas médicas, consumir medicamentos sin pausas y ser nombrados con palabras como “pobrecito”, terminan convencidos de su rol de “enfermos”, falsa identidad que deriva de la gestión de distintos miembros de su entorno.

Otros son “los que no comen”. Chicos que, desde temprana edad, consiguen un trato preferencial al atrincherarse en el rol de “inapetentes”. Es común descubrirlos consumiendo y disfrutando alimentos lejos de la mirada (y de la presión) de sus familiares.

Otras identidades surgen de rótulos médicos, como el de “inmaduros”: chicos que hablan de manera aniñada o siguen aferrados al chupete, pañal y biberón más allá de los tres años. La enorme mayoría no tiene problemas madurativos, sino que sus conductas derivan del trato de los cuidadores, que siguen considerándolos “bebés”.

Otro sinnúmero de niños acepta ser el “distraído” o el “disperso”. No suelen tener un trastorno cognitivo ni atencional, sino que con su actitud recuperan la mirada de padres y madres (distraídos y dispersos).

La pregunta hipocrática está planteada: ¿está dispuesto el núcleo familiar a abandonar aquello que enferma a chicos y chicas?

El padre de la medicina sugiere responder desde el cerebro, no desde el corazón.