Programar para ser ciudadanos libres

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La enseñanza de lenguajes de programación constituye un saber clave para entender y participar de la sociedad digital en la que vivimos. Por qué es importante que esté incluida en la currícula escolar y que efectivamente se implemente en todos los colegios.

Fotos: IStock

En el omnipresente mundo digital actual, el conocimiento de las herramientas tecnológicas ha pasado a ser un imperativo para la formación de ciudadanos activos, de pensamiento crítico y libre. Hoy, incluso, ya se habla del derecho de la infancia a recibir enseñanza de programación y computación en las escuelas como una manera de empezar a tomar plena conciencia, desde pequeños, del poder de las computadoras (el celular, entre otras) y del universo intangible de Internet.

En la Argentina, la programación está incluida desde hace cuatro años en la currícula de la educación obligatoria con la intención de dotar al alumnado de habilidades para comprender la tecnología, usarla de manera consciente y desarrollar criterios de cuidado, propios y colectivos. Pero la implementación y el acceso universal a estos contenidos aún es una promesa en la mayoría de los colegios del país.

“Es importante que los saberes en relación con el uso y el funcionamiento de la tecnología digital sean parte de la currícula escolar, porque nuestra vida cotidiana está organizada y atravesada por estos sistemas. Compramos, nos entretenemos, leemos, trabajamos usando computadoras y redes de computadoras sin haber estudiado ni en la escuela primaria ni en la secundaria cómo funcionan”, indica Mara Borchardt, directora de Program.AR, una iniciativa de la Fundación Sadosky para el aprendizaje significativo de la computación en las escuelas.

Cecilia Martínez, doctora en Educación, profesional adjunta de Conicet y docente de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), explica que la distribución del conocimiento permite cerrar las brechas de origen para igualar, para que todos tengan acceso a los saberes que permiten comprender y participar del mundo sin distinción cultural, social o de género. 

Opina, además, que la enseñanza de estos tópicos posibilita “ofrecer generosamente el saber acumulado para que las nuevas generaciones no tengan que empezar todo de nuevo, como dice Inés Dussel”.

Martínez recuerda que los algoritmos orientan las búsquedas y la información a la que se accede, pero también permiten hacer diagnósticos tempranos de enfermedades y comunicarse. Considera crucial que además de consumir tecnologías digitales se conozcan conceptos fundamentales para participar más criteriosamente y no ser meros espectadores.

En la pandemia, quedaron en evidencia las brechas digitales vinculadas al acceso de dispositivos y conectividad por estrato social. “Penosamente, de la brecha de saberes digitales no se habló. Distribuir saberes de computación hubiera permitido, por ejemplo, actualizar una computadora vieja a través de la instalación de un sistema operativo libre o del cambio de una plaqueta rota, resolver problemas de conectividad, evitar ataques cibernéticos y abordar algunos problemas locales a través de soluciones digitales. El acceso también permite la participación”, insiste Martínez. 

En la misma línea, Borchardt remarca que la enseñanza de la programación habilita al alumnado a comprender el funcionamiento de las computadoras, lo que le permite tomar decisiones argumentadas, resolver problemas y construir una mirada crítica sobre los artefactos que regulan gran parte de la vida cotidiana. “En esta dirección creemos que la enseñanza de la programación debe ser una parte fundamental de la enseñanza de las ciencias de la computación en la formación obligatoria”, remarca. 

USAR NO ES CONOCER 

Es un mito creer que los nativos digitales interactúan fluidamente con la tecnología, aunque sepan utilizarla.

Borchardt refiere que el estudio más reciente del International Computer and Information Literacy Study (Icils), que mide la alfabetización digital, reporta que la mayoría de los jóvenes tienen altas competencias de manejo de la información con el uso de tecnología, pero menos de la mitad de los estudiantes de diferentes países pueden crear, transformar, compartir información y entender el funcionamiento y el uso de una computadora. 

“Casi todos los jóvenes saben manejar las TIC, pero muy pocos (17 por ciento para el caso argentino) pueden transformar información a partir de algoritmos que permiten automatizar el procesamiento de datos, lo que constituye la esencia de las ciencias de la computación”, explica Mara Borchardt. De esta manera, plantea, el uso es masivo, pero solo algunos se apropian de conceptos para diseñarlas, fabricarlas y comprenderlas, y, así, son capaces de participar como ciudadanos activos y opinar con fundamento sobre temas como la regulación de la inteligencia artificial, la neutralidad de la red o el voto electrónico.

Sin saberes tecnológicos, dice Borchardt, somos meros espectadores de una película que está en otro idioma. “Nos quedamos fuera del debate público; no podemos opinar y somos presas de nuestras creencias intuitivas y de las opiniones de otros. Sin un nivel adecuado de conocimiento, no podemos siquiera distinguir a los expertos de los amateurs o los meros simuladores, ni decodificar los intereses que defiende cada uno en la discusión”, plantea.

“Tenemos que pensar la educación en tecnología informática como una formación para la vida cívica”. 
Mara Borchardt

Pero además, puntualiza la directora de Program.AR, la penetración digital en la sociedad obliga a nuevas reglas (los derechos de autor sobre material digital, por caso) y aparecen nuevas modalidades de abuso infantil, sexual, estafas y robos. “Esto nos obliga a pensar la educación en tecnología informática como una formación para la vida cívica, ética, responsable y segura”, enfatiza. 

En relación con los modos de enseñar ciencias de la computación, los especialistas indican que la mejor vía es ofrecer experiencias prácticas (“hacer”) y modos de “pensar” (conceptos) para intervenir en situaciones que requieren la transformación y comunicación de la información. Los problemas deben ser de interés para el alumnado y de relevancia para la comunidad.

PARA QUÉ ENSEÑAR

Jorge Rodríguez, docente e investigador de la Facultad de Informática de la Universidad Nacional del Comahue, en Neuquén, identifica olas argumentales que explican para qué y desde cuándo se incorpora la programación en escuelas.

La primera, plantea Rodríguez, surgió entre 2010 y 2012 cuando los Estados Unidos y el Reino Unido advierten la pérdida de competitividad ante la imposibilidad de cubrir los puestos vacantes en el área de la tecnología. 

“El primero de los enfoques lo llamamos económico productivo. ¿Por qué alguien debería saber de computación o programación?, la respuesta que da este enfoque es que pone en carrera la soberanía tecnológica para poder competir en el mercado de las tecnologías”, sostiene. Según este planteo, si un chico o una chica tienen contacto temprano con la computación, cuentan con mayor probabilidad de elegir esas carreras y contribuir al desarrollo socioproductivo de los países. Esta primera oleada, dice Rodríguez, produjo las primeras reformas en la currícula educativa de los países desarrollados.

Dos o tres años después surgió un enfoque más transversal, que tendía a pensar que aprender computación en las escuelas aportaba habilidades para la resolución de problemas, lo que se llamó el pensamiento computacional. “Según este enfoque, si sabemos más de computación, podemos hacernos de estrategias de resolución de problemas”, incluso de la vida cotidiana.

En ese momento, dice Rodríguez, se empezó a prestar más atención a las habilidades cognitivas durante la educación obligatoria. 

El tercer paradigma comenzó a asomar alrededor de 2016 en relación con la necesidad de conocer computación para comprender mejor el mundo, ser parte activa de discusiones de la sociedad y habilitar la participación ciudadana. Surgen los primeros documentos con orientaciones curriculares. 

El último enfoque emergente habla de la necesidad de aprender programación y pensar la computación en el mapa del conocimiento producido por la humanidad en perspectiva del derecho a conocer; el saber como un derecho humano.