Pablo Miranda: «El equilibrio justo»

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Odontólogo de profesión y escritor por vocación, logró una fantástica armonía entre sus obligaciones en el consultorio y su pasión por las letras. Retrato de un hombre que se animó a vivir sus sueños.

Por: Susana Ceballos

Foto: Patricio Pérez

 

Pablo Miranda luce una sonrisa perfecta, pero el secreto no radica en su profesión de odontólogo. Es consecuencia de esa delicada simetría que se logra entre las obligaciones y las pasiones.

Pablo pertenece a la generación que transitó su adolescencia en tiempos difíciles, “no nos alcanzó el DNI para ir a Malvinas ni la edad para votar”, dice. Pero existían pequeños espacios de resistencia. El arte era uno de ellos. “Tuve un par de palillos de batería. En el Colegio Marianista de Caballito [ciudad de Buenos Aires] formamos una banda que se llamaba Teléfono Público con la que quisimos ser rockstars”. El otro espacio de libertad eran la lectura y la escritura. “Recuerdo un par de diarios escritos en la primaria, y otros hechos con mis primos, donde mezclábamos actualidad, revistas viejas y dibujos. Eso sí, las escribía y editaba yo. Rememorando ese tiempo creo que las pasiones no se despiertan de un día para el otro: siempre están. Hibernan. Duermen un sueño tenso y arbitrario. Aun así, tenemos la llave para bloquearlas o abrirles la puerta. Y agarrate fuerte, porque empujan lindo”.

Cuando terminó el secundario, la realidad les ganó a los sueños. “Siempre tuve claro que de algo había que vivir, y elegí Odontología”. Cursó los cinco años sin problemas, pero el amor por el arte persistía. Con un grupo de estudiantes fundó los “Odontomúsica”, recitales de bandas de rock en el Aula Magna. “No era ordenado para los apuntes ni tampoco de los que se sentaban en primera fila, pero siempre entre medio de bolsos, cajas para esterilizar y materiales, tenía un libro”. Los autores latinoamericanos lo guiaban, las letras empujaban, y entre parciales y apuntes, se colaban poemas.

En 1987 se recibió de odontólogo, y con el tiempo abrió un consultorio en el barrio de Belgrano de la ciudad de Buenos Aires. Su profesión lo llevó a interesarse por los problemas y las desigualdades sociales. “Estuve como docente en la cátedra de Odontología Preventiva y Comunitaria en la UBA, fui a un pueblito de Misiones, Caraguatay, y comprobé que existe otro país donde la salud no siempre llega. Lo ratifiqué viajando a Susques, Jujuy, cerca del Paso de Jama con Chile, pero lejos de los radares de los ministros de salud”. Allí colaboró con un plan de atención primaria.

Luego llegaron sus hijas: Lucía, Julieta, Agustina y Delfina; y aunque la crianza y el trabajo ocupaban casi todo su tiempo, se las ingeniaba para tener siempre un libro bajo el brazo, y leerlo en el subte o en una reposera mirando al mar. Mientras las páginas corrían, iba gestándose otra cosa, mucho más fuerte y oscura, con una fuerza primitiva. Consultorio, lectura, páginas en blanco, páginas rotas y una historia que empezaba a invadir.

Así fue como en el 2008 salió “Vanderley”, su primer cuento. “Mi primer impulso fue borrar todo. Lo guardé y al día siguiente lo releí… era increíble, pero me seguía gustando. A la semana, ¡voilà! Me volvió a gustar. Ese día empecé a ser escritor”.

Después vinieron otros cuentos, que escribía entre consulta y consulta, y luego los mandaba a familiares y amigos. Hasta que un día llegó una paciente que era escritora, leyó sus textos y le dio la mejor devolución: “Disfruté mucho la lectura”, le dijo. “Fue como un volcán. Una vez que empezás, la lava se esparce por todo tu cuerpo. Y no paré”, cuenta. Vinieron más cuentos, monólogos cómicos, una novela que busca editorial, un par de obras de teatro, todos en la misma línea temporal de la caries y la enfermedad periodontal, y de teóricos en la facultad y disertaciones en congresos internacionales.

Con su mujer, Gabriela Faillace, licenciada en Informática que comparte su pasión por la literatura, escribieron La cripta de los Casares, una saga de siete libros para adolescentes que fueron presentados en la última Feria del Libro.

Pero si la vida siempre da sorpresas, una de las mejores la recibió cuando cumplió 50. Sus hijas recopilaron todos los mails con los cuentos y editaron su libro: Vanderley. Con una dedicatoria inolvidable de ellas en su prólogo.

Mientras tanto lo cotidiano sigue: consultorio, docencia en la facultad, grupos de estudio, algún partido de tenis y disfrutar de un Malbec. “La vida es todo eso, y todo puede convivir si sabemos equilibrar las pasiones y las obligaciones. Hay lugar para todos”, asegura Pablo. Ese es el secreto de su sonrisa perfecta.