El hincha de la escuela

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Como en tantos rincones del país, también en un barrio del sur de Córdoba la escuela cumple un rol fundamental en la vida de la comunidad. Esta es la historia de “Perico” Vega, el portero desde hace más de 30 años de una de esas escuelas.

Foto: Sebastián Salguero

Hay gente que es hincha de Belgrano o de Talleres; yo soy hincha de la escuela. Por eso digo que es un sentimiento”. El que habla es Edgard Pedro Vega (58), a quienes todos conocen como “Perico”, el portero de la Escuela Patricias Mendocinas. Esta fue una de las primeras instituciones educativas que tuvo Villa El Libertador, un histórico barrio del sur de la ciudad de Córdoba.

Camisa de trabajo recién planchada, corbata con la imagen estampada de un personaje querido, sombrero, riñonera y un manojo de llaves que lo acompaña a todos lados. “Llaves para abrir puertas”, aclara con una sonrisa mientras recuerda “la casita”, como le dicen al primer edificio que tuvo la escuela y en el que hizo la primaria. De lunes a viernes iba a clase, y los fines de semana, a jugar. “La casera era madre de un amigo mío, ella nos abría las puertas para jugar a la pelota y tirar al aro”, cuenta. También recuerda la experiencia de los centros recreativos de los 70, que funcionaban los sábados en distintos colegios y en los que se practicaban deportes. “La escuela se cuidaba mucho más estando abierta que cerrada”, afirma. 

Perico vive enfrente de la escuela, que es el tercer edificio que tiene desde su creación.  “En 1983, con el retorno de la democracia, éramos una de las tres escuelas de la Villa, dos públicas y una parroquial. A base de luchas –recuerda– se empezaron a abrir otras. Hoy tenemos unas diez”.

Empezó haciendo suplencias como portero, hasta que en el 86 ingresó en la planta permanente. Dos años más tarde, retomó el secundario por insistencia de Dominga Battistoni, su directora en aquel entonces. Un día le dijo: “Tengo un regalo para usted: lo inscribí en el Monserrat a la noche, para que termine el secundario”. En ese momento se le vino el mundo abajo. “No me quedó otra que terminarlo –dice ahora entre risas–. Gracias a ella, lo completé; y no solo eso, como el colegio quedaba en el centro, me inscribí en las clases de teatro que daban en Radio Nacional. Eso me abrió muchísimo la cabeza”. Perico se pone serio, a la vez que se entusiasma. Cuando le preguntan qué cosas cambiaron en lo personal a partir de eso, no lo duda: “Aprendí a ser tolerante y a entender qué es la diversidad, tanto en la secundaria como en teatro”.

Caminar con él por las calles del barrio puede ser una aventura. Una mano saluda desde el auto que pasa, su nombre resuena apenas doblamos la esquina, también en la puerta del almacén, frente a un taller, y más allá, entre el bullicio de la avenida. “La escuela es la institución del saber, pero compartido. No ha cambiado. Por más que te digan que no se respeta, sigue siendo eso, la de los saberes ida y vuelta”, asegura. 

Si Perico tuviera que elegir lugares emblemáticos para una visita guiada, empezaría por la plaza, desde siempre el centro de convocatoria, seguiría por la casita donde empezó la escuela hace 85 años y, por último, y con más tiempo, abriría las puertas del “Patricias”. A esa altura de la tarde, uno se siente testigo privilegiado de una parte importante de la historia de la ciudad.

Se ríe, mira a la cámara. En media hora apagará las luces y pondrá en orden el bello caos de la vida escolar. Una vez más elegirá la escuela, como cuando volvió a pedido de los padres después de trabajar un año en el Ministerio de Educación. Le alcanzó una semana para darse cuenta de que lo suyo no era la carrera administrativa, lo que verdaderamente deseaba era volver a solucionar el próximo desperfecto, invitar a los chicos a jugar una partida de ajedrez o ayudarlos en alguna actividad en el aula. En realidad, Perico nunca se fue, porque su oficio lo eligió a él.