Japón

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Marcos Herrera es uno de los narradores más singulares y poderosos de la literatura argentina. El texto que presentamos es un fragmento de la novela que está escribiendo en este momento.

Fisiológicamente, el sueño es una especie de anoxia cerebral que nos permite olvidarnos de quiénes somos. Es lo que nos deja escapar de eso que los psiquiatras llaman caras paradójicas. Es necesario desmantelar esa asfixiante estructura de convenciones que llamamos realidad. Y hay dos maneras para conseguir eso: los actos violentos de cualquier tipo y el sueño, poder dormir.

Por eso dejó de dar vueltas alrededor del enorme esqueleto de ballena, tomó un somnífero, apagó las luces y se metió en la cama.

No se durmió enseguida. Eso jamás le pasaba. Había un mecanismo que se ponía en funcionamiento cuando apagaba las luces. Ejemplo: siempre que tenía sueño, que bostezaba, bastaba con apagar la luz para que la inquietud, algún tipo de ansiedad ancestral, apareciera. Trató de no pensar, pero eso era imposible. Lo único que podía hacer era pensar. Y pensó. Las ideas llegaban hasta sus pies y subían por sus piernas como hormigas. Toda su vida había hecho una cosa (incluso sin darse cuenta), buscar el aislamiento moral para fortalecerse. Esto lo había llevado a un entrenamiento cerebral para estar siempre alerta, atento a los zócalos de las costumbres para cuestionar aquellas cosas que se daban como normales automáticamente. Esto, por supuesto, no conduce a una vida muy confortable. En todo caso, lo lleva a uno a estar cada vez más solo. Pero cuando se empezaba a caminar por esa ruta ya no se podía volver atrás. Por otro lado, el estado de paranoia que provocaba la soledad de esta forma de estar en el mundo hacía que uno se endureciera cada vez más en sus posturas y extremara los procedimientos de detección de imbecilidades en los discursos de domesticación. Se terminaba mirando un reloj que contaba siempre la misma mentira, descubriendo a los cadetes del confort corriendo en una rueda para ratones. De pronto, se acordó del viaje a Japón que hicieron con Lola. Ella había aplicado para una beca en Tokio que consistía en una serie de encuentros con un famoso artista visual japonés. Al principio quiso ser un buen partenaire, pero las cosas, las rutinas cotidianas supuestamente asombrosas terminaron por expulsarlo y, a medida que iban pasando los días, permanecía cada vez más tiempo en la pieza del hotel, leyendo, intentando escribir, dibujando o mirando pornografía en Internet.

La muerte de Dios es apenas una metáfora que le sirvió a un filósofo con poquísimo sentido del humor. La muerte de Dios nunca significó gran cosa. Al fin y al cabo, Dios o los Dioses siempre fueron fuertes rumores que los pícaros de una cultura aprovecharon para llevar agua para su molino. Podríamos intentar desarrollar una teoría acerca de los fanatismos: siempre hubo gente escuchando voces y mensajes. La gente es estúpida y está llena de carencias y de dolores. Y no hay médico que resuelva este profundo defecto. Así que: religiones. Curas, rabinos, pastores y tropas de parleros que dan opio a cambio de poder.
Todas estas cosas pensó en su encierro japonés y ahora volvía a recordarlas mientras esperaba que el enorme esqueleto de ballena desapareciera. Lentamente, las neuronas –¡infatigables! ¡implacables! ¡inflamables!– se fueron cansando y pudo salir de las caras paradójicas y entrar rengueando al deambular cósmico del dormir.

Marcos Herrera

Nació en Buenos Aires, en 1966. Publicó los libros de poesía Modo de final (1986), Pulgas (1987) y Músicos de frontera (1992); los libros de relatos Cacerías (1997), del cual Ricardo Piglia seleccionó el cuento que le da título al volumen para incluirlo en la antología Las fieras, antología del género policial en la Argentina, y La escuela de Satán (Edhasa, 2017); y las novelas Ropa de fuego (2001, 2º Premio Fondo Nacional de las Artes), La mitad mejor (2009) y Polígono Buenos Aires (Edhasa, 2013).