Soledad Silveyra: “Llegar a los 70 me ha dado más libertad”

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Con la sonrisa y la vitalidad de siempre, asegura que, a los 70, quiere ser “un poquito más incorrecta” y decir todo lo que piensa. Planea, entre otras muchas cosas, irse unos meses a estudiar a España y saldar así una vieja cuenta pendiente.

Fotos: Nico Pérez 

Posa para la cámara, y, después de un par de tomas, le piden que sonría un poco más. “Cuánto me dio de comer esta sonrisa”, piensa en voz alta y deleita a todos con una de sus principales armas.

A sus veinte años, ya llevaba ocho de carrera. Sus primeros años fueron vértigo puro. Muertes tempranas, mudanzas, la obligación de trabajar para sostener un hogar, un casamiento, la maternidad y un éxito sin precedentes: hace ya 50 años, en marzo de 1972, Soledad Silveyra interpretó por primera vez a Mónica en Rolando Rivas, taxista. Desde sus inicios hasta hoy, la acompaña un carisma a prueba de todo que hoy pasea en el teatro, su lugar predilecto: junto a Verónica Llinás, protagoniza Dos locas de remate, con funciones en Buenos Aires y Mar del Plata.

“El teatro siempre te hace crecer como persona. Cuando es buen teatro, siempre tenés conciencia del otro, que es lo que nos falta en esta sociedad. Es una clase magistral, porque es como una orquesta. Suena uno, suena el otro, suenan todos. Para mí, el teatro es una clase de vida. Hoy estoy viviendo una muy bella experiencia. Ese aplauso que nos brinda la gente al final… Ves que todo el público se para, el cariño, una ovación, sentís que nos agradecen a las dos”, cuenta.

  • Después de tantos años de carrera, ¿se produce algún tipo de acostumbramiento con el aplauso?

No, yo lloro todas las noches. Me encanta tener siempre la emoción y la risa ahí. Ese es un ejercicio lindo de la vida. Hay muchas cosas que me emocionan. Escucho el himno y me emociono por lo que nos falta, por lo que nos sobra, porque pienso en todas las cosas de mi país. El aplauso del público me emociona profundamente, y no tiene que ver con el ego, sino con que hiciste bien el trabajo. Es una diferencia. Es sentir que lo hiciste bien, que le entraste en el alma.

Comenzó a actuar profesionalmente a los doce años. Aunque al principio su motor fue más la necesidad que la vocación, ya había en ella un germen artístico que se manifestaba frente al espejo cuando personificaba a Pinky y a Antígona. “El espejo fue un gran compañero para descubrir que más allá de la necesidad, apareció la vocación. Tuve esa gracia maravillosa de encontrar la vocación. Al final de cada año, brindo siempre por lo mismo: que los jóvenes argentinos encuentren lo que quieren hacer, ni que hablar de mis nietos. Mis nietas vienen a casa, agarran mi cuarto de vestir y se disfrazan. “Ahora, Tatita, ¿de qué?”, me preguntan, y yo les digo: “De ejecutivas, de señoras que van a la playa”, y se van cambiando. Me encanta, me divierte mucho. Creo que la imaginación es lo mejor que puede tener un ser humano.

  • Hace un tiempo dijiste que estabas contenta de haber podido cambiar tu dinámica familiar, y hoy tus nietas tienen una edad cercana a la que tenías cuando comenzaste. Ellas pueden imaginar desde el juego, a diferencia tuya.

Exacto. Hay un episodio: mi nieta menor estudió teatro antes de la pandemia y yo la fui a ver. Según ella, fue el papelón de su vida: terminó la función y yo me quedé sentada llorando, pero llorando mucho. Me alcanzaban un vaso de agua, y ella me miraba y me decía “Tatita, por favor”. Fue uno de los momentos más felices de mi vida, porque la vi espléndida. Y no era solo ella, que había estado magnífica, sino que me veía a mí misma. Pensaba que ojalá ella pueda y quiera seguir, porque para mí el teatro es muy sano y les sirve mucho a los chicos. Ahí se encuentran con sus propias limitaciones, aprenden a compartir con el otro.

El aluvión de experiencias de sus primeros veinte años le dejó a Soledad algunas cuentas pendientes, que ahora piensa saldar. Una de ellas es irse a estudiar durante algunos meses a España, a la escuela de Juan Carlos Corazza, coach de actores y actrices de la talla de Penélope Cruz y Javier Bardem. “Me quiero ir en cuanto tenga un tiempo libre, estoy mirando dónde vivir. Nada lujoso, solo un departamento de estudiante donde lo único que me tiene que entrar son las cremas. Quiero experimentar esa vida de estudiante, de ir caminando hasta la escuela, volver y preparar textos. Eso que nunca pude hacer. Ojalá pueda cumplirlo antes de los 75”, dice.

  • ¿Qué te produce haber llegado a los 70?

Una alegría enorme. Siento que me ha dado más libertad, que no quiero ser más careta ni políticamente correcta. Me harté del caretaje de este país. Siempre fui muy sincera, siempre la gente me dijo que soy natural, y esa es mi búsqueda. Quiero decir lo que pienso, con cuidado, sin ofender.

  • ¿Te sentías contenida?

Sí, era una mina muy políticamente correcta y quiero ser un poquito más incorrecta. Sobre todo decir lo que siento, porque además creo que muchas cosas que me pasan a mí les pasan a mis compatriotas. Aunque también me doy cuenta de que a veces, cuando hablo, puedo herir a alguien de mi familia. Iba a sacar un libro, por ejemplo, pero tuve un episodio familiar y preferí no hacerlo. Siento que ya debo tener la libertad para que mi familia me banque como soy. Estoy esperando que crezcan un poquito más mis nietas y estoy segura de que me van a querer igual, ellas saben todo lo que pienso. Pero hay cosas en las que hay que cuidar a los niños. Yo nunca me voy a olvidar de los ojos de mi hijo a los doce años, llorando, haciéndose el duro, mirándome y diciéndome “Vieja, por favor, no te desnudes más, en el colegio me cargan”, porque yo hacía topless en El hombre elefante. Esos ojos los llevo clavados acá, y entonces con mis nietas quiero ser mejor. Yo he sido una mujer traviesa, generalmente he hecho lo que he querido, o al menos lo intentaba. Ahora siento que llegó el momento de la libertad.

  • ¿Ese libro está escrito?

No, en ese momento preferí no hacerlo, porque siento que hay gente sensible de mi familia que se podría sentir mal. Me achiqué. Vamos a ver ahora que estoy más libre, como que me estoy sacando mochilas. Eso me lleva, obviamente, a pensar en la muerte. Si a los 70 ya me cuesta levantar a mi nieto menor que tiene cuatro porque las lumbares me matan, y tengo que bajar una escalera sin tacos porque me cuesta más, entonces pienso cómo voy a llegar a los 80.

  • ¿Cuándo empezaste a pensarlo?

Te diría que hace un año, año y medio. Estoy con el tema de la eutanasia. Los radicales presentaron un proyecto en el que hablan de suicidio asistido, y contra eso voy a pelear. Yo no me quiero suicidar, quiero morirme alegre. No deseo ser una carga para nadie ni que me cambien los pañales. Quiero dejar todo organizado, que ni tengan que ir a comprar el cajón. Que me cremen y me tiren, todavía no analicé dónde. No le tengo miedo, para nada. El otro día les decía a mis nietas que quiero música, que estén bien.

“No perdí la capacidad de jugar, y creo que eso está muy bueno”.

  • ¿Y qué te responden?

“Ah, sí, Tatita, entonces vamos a festejar: ¡Se murió Tatita!”. Me gastan. No es eso, pero sí quiero que sea una despedida alegre, que venga un Chalchalero a tocarme la guitarra. Hay una película, Las invasiones bárbaras, que son unos amigos de los 70, como yo, todos intelectuales, que se hacen viejos. Hay un momento donde el más protagónico se sienta y va cada amigo y empuja un poco más lo que tiene inyectado, y él sigue con una sonrisa hasta que se va borrando la imagen. Muere con una sonrisa. Y ese momento me encantaría que fuera así. No vean la oscuridad en esto que digo, vean la luz.

  • Hubo mucha muerte en tu vida…

Mucha. Vestía a los muertos, mi abuela vestía a los muertos.

  • ¿Lo vivías con esa misma luz?

Sí. No te digo en el caso de mi hermano, que eso fue para mí trágico. Me acosté con él en la cama y no quería que lo metieran en el cajón. Tengo un vínculo con el cuerpo muerto que no me asusta, no me da miedo. Los chicos entran a un velorio y todos están con que no vean el cajón, que no se impresionen. Yo no. Asistí y vi cómo mi abuela asistía a los muertos, cómo los vestía, los peinaba.

  • ¿Tenés conexión con tus muertos?

Tengo la foto de mamá, de mi abuela y de China Zorrilla en mi mesa de luz. Es una integrante más de mi familia, aunque para mí no está muerta, porque la tengo presente todo el tiempo. No hablo de China en pasado. China es el amor de mi vida. Tengo ganas de hacer teatro dramático, pensé en hacer el unipersonal Emily, que hizo China en su momento. Es un proyecto que está en el aire, todavía no siento que ella desde el cielo me diga “Hacelo”. Aún es suyo. El día que lo sienta, lo haré. 

  • El paso del tiempo, la vejez y la muerte son temas que la gente esquiva…

Yo no. Por ejemplo, vi las fotos de una nota que me hicieron en La Nación, y pensé “No podés hacer esas payasadas”, y para esta nota traté de ser más conservadora, más adulta. Pero me sale jugar, reír. No perdí la capacidad de jugar, y creo que eso está muy bueno. Ni tampoco la capacidad de aprender, por eso quiero hacer a los 70 lo que no hice a los 17. Y voy a hacer lo de irme a España, no me lo perdonaría si no.

Tiene la cabeza llena de proyectos. Además de Emily, hace años que imagina una obra en la que recorra su vida y la historia del país a través de algunos calzados que fijan etapas (“Mis zapatitos de Les bebés, las zapatillas de baile de mi madre, la bota militar, el primer taco alto, las Pichi, que eran unas chatitas que usábamos las chicas de Barrio Norte”), una continuidad en diferentes formatos de la dupla con Verónica Llinás, entre otros. Muchas de sus ideas se diluyen por no anotarlas, así que está familiarizándose de a poco con las notas de voz del celular, para poder capturarlas y darles forma. Con el teléfono, precisamente, también lleva un registro social, que le sirve para tener conciencia de lo que la rodea: “No tengo calidad fotográfica, pero siempre que veo gente viviendo en la calle tomo una imagen, que me sirve para estar atenta a eso. Siempre hubo, pero ahora hay más, y me conmueve muchísimo”.

  • ¿Sentís que podés ayudar desde tu rol? ¿O te dan ganas de hacer más?

Me dan ganas de hacer más. No tengo tiempo, pero me encantaría formar parte de un ateneo. Creo que la gente no conversa lo suficiente, que se debate como la mona, descalificando al otro, sin ideas. Entiendo que tal vez son dos mundos que no se pueden juntar, aunque creo que sí. Perón no era un anticapitalista, trató de poner la redistribución como corresponde. Sé que para unos no es así. Por eso creo que hay algo en nuestra clase política que tiene que mejorar profundamente. No quiero que nos vuelvan a cansar como cuando fuimos a la plaza a pedir que se vayan todos. Pero para que eso no pase, ellos tienen que cambiar. Me cansa tanta descalificación del otro, tanto insulto al otro. ¿Cómo vamos a construir así? Creo que la grieta nos hizo mucho daño. 

EL PÚBLICO

Durante la temporada de verano, Solita viajó de Buenos Aires a Mar del Plata y de Mar del Plata a Buenos Aires todas las semanas. Las diferencias entre uno y otro lugar le sirvieron para analizar a la gente y su trabajo: “Siempre pienso qué le pasa a nuestra gente, qué quiere ver. Me interesa sentirla. En teatro, por ejemplo, el público de Mar del Plata se ríe diez veces más que el de Buenos Aires, porque está de vacaciones, está más predispuesto. Entonces, nosotras tenemos que adaptarnos a eso, y es un trabajo hermoso escuchar a la gente. Yo la escucho muchísimo, hasta en sus silencios”.

“¿En qué manera juega eso en mi modo de actuar? Tiene que ver con que siento el ritmo, me dan un sentido del timing. Hay mucha risa en la obra. Cuando siento que no se ríen tanto, por ejemplo, te modifica esas pausas que están en el aire, en el humor. El público es una gran guía. Esa búsqueda es muy agradable, muy inspiradora”.