Uso terapéutico de cannabis

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Enrique Orchanski

Médico pediatra y neonatólogo, docente universitario, padre de dos hijas; autor de libros sobre familia, infancia y adolescencia.

El uso medicinal de productos derivados de Cannabis sativa se expande en el mundo con aparentes beneficios. No obstante, y más allá de experiencias aisladas, aún no se dispone de evidencia científica sobre su utilidad ni sobre los riesgos potenciales.

Recién en los últimos tres años aparecieron resultados sobre las primeras investigaciones controladas. La Universidad Hebrea de Jerusalén publicó este año un dato sorprendente: el cannabis “evitaría la muerte neuronal y prolongaría la vida de las células cerebrales, mejorando el pronóstico en enfermedades degenerativas como Alzheimer o demencia”.

Otro estudio norteamericano afirma que “podría reducir los niveles de glucemia, colaborando en la prevención de obesidad y diabetes”.

“Ambos tienen razones: unos, para disponer de un paliativo; otros, la obligación de cautela científica”.

Países europeos estudian su utilidad en el tratamiento de tumores.

A partir de la difusión de estos resultados, explota la esperanza en miles de familias que anhelan aliviar enfermedades crónicas, refractarias a terapias convencionales.

Frente a esta ilusión genuina, la realidad es acotada. Solo se confirmó que el derivado cannabidiol (CBD) –principal componente de la planta y sin efectos psicoactivos, a diferencia del tetrahidrocannabinol (THC)– es un potente antiinflamatorio y analgésico, y reduce la frecuencia e intensidad de convulsiones en epilepsia.

 

EN NIÑOS

La información sobre el uso en niños es aún más limitada.

La desesperación de padres lleva a medicar a sus hijos con cannabis para dolores, epilepsia o patologías inusuales (autismo, síndrome de Tourette, síndrome de X frágil), buscando al menos atenuar el padecimiento.

A la espera de resultados consolidados, la Asociación Americana de Pediatría recomienda que “el tratamiento con marihuana [sic] se limite a niños con enfermedades restrictivas o que amenacen su vida, y para las cuales no exista otra terapia exitosa”.

Hasta el momento, cuatro países han legalizado su uso medicinal: Uruguay, Chile, Canadá e Israel, más 25 estados de EE. UU. En la Argentina, la ley establece la “creación de un programa nacional que aporte datos científicos para su uso seguro”, sin despenalizar el autocultivo, reclamo permanente de aquellas familias que requieren su uso continuo.

La controversia está planteada: el mismo medicamento que promete mejorar la calidad de vida de innumerables personas es una droga adictiva e ilegal.

¿Cómo pedir paciencia a familias cuyos chicos sufren cotidianamente entre 100 y 300 convulsiones diarias, o dolores mortificantes? ¿Cómo contener la ilusión de que el cannabis es la panacea para toda enfermedad?

Y a la vez, ¿cómo podría la medicina embarcarse en su uso sin fundamentos sólidos, cuando esto ya ocurrió con otros medicamentos que prometían milagros y finalmente no mostraron utilidad o causaron perjuicios?

Ambas partes tienen razones: unos, para disponer de un paliativo; otros, la obligación de cautela científica.

En el medio de las discusiones y demandas, la sociedad madura a paso lento el proceso de diferenciar la mirada peyorativa sobre el “consumo de marihuana” de lo que podría constituir un valioso recurso de la farmacología del futuro.