No pienso cambiar

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Cada vez que pienso en el futuro, no puedo evitar sentir un frío seco recorriéndome la espina dorsal. No es porque no intuya cómo viene la mano, sino porque no logro dimensionar a través de qué dispositivos nos relacionaremos dentro de diez años. Y mucho menos sé cómo vamos a insertarnos en el rompecabezas que nos propone la tecnología. Para colmo, Einstein, que pocas veces la pifió, en algún momento sostuvo: “Nunca pienso en el futuro, llega demasiado pronto”. Pronto es la cosa.

Y pronto todo será diferente. Porque en “la nube”, los muchachos ya conocen tu forma de comportarte, tus gustos y tus ideas. ¿Tenés ganas de comer? Un microchip inserto bajo tu piel te va a conectar con el restaurante más cercano. O un dispositivo de inteligencia artificial elaborará comida sintética en tu casa. ¿Tenés ganas de limpiar? Una plataforma robótica ordenará el caos. ¿Ir al súper? Olvidate, una aplicación móvil en “la nube” elegirá por vos. ¿Tenés ganas de cambiar el peinado? Meterás la cabeza en un agujero virtual y quedarás como Gisele Bündchen. Ahhh, ¿además tenés ganas de hacer eso que tanto te gusta? Bueno, parece que el sexo también será digital: vos en tu casa, ella en la suya; conexión visual simple por videollamada, con ampliación holística de la figura a tamaño real; conexión corporal a través de sensores ubicados en partes estratégicas y adminículos que reemplazan a los órganos inevitables; con una botonera a mano se van seleccionando los estímulos. Y a cliquear que se acaba el mundo.

“En este momento de vertiginosidad irrestricta, solo tengo deseos sencillos”.

La burbuja comunicacional en la cual vamos a vivir generará un mundo hiperconectado. Tus datos personales serán conocidos en Escandinavia, Shanghái o Kazajistán. El 70 por ciento de nosotros vivirá en ciudades, trabajando desde casa sin roce social; viajaremos por el mundo en simuladores virtuales (tipo Schwarzenegger en Total Recall); estudiaremos sin maestros, consultando un computador manejado vaya a saber por quién; interactuaremos con otros mediante ordenadores cuánticos (Facebook será una reliquia como ya lo es BlackBerry); encontraremos salud a través de anónimos doctores virtuales, incluyendo intervenciones quirúrgicas (si viste Prometeo, ahí te dieron un adelanto); nos ejercitaremos con extraños adminículos que masajearán los músculos; iremos por las calles llenos de miniobjetos adosados a nuestro cuerpo, desde anteojos y nanochips celulares hasta máscaras sensoriales. Las profesiones cambiarán, los gustos se modificarán, los alimentos mutarán, el dinero será virtual o habrá que minar bitcoins, caramba.

¿Será bueno? Espero que sí, por mis hijos, pero no lo sé. En este momento de vertiginosidad irrestricta, de ciudadanos globales y nativos digitales, solo tengo deseos sencillos: hacer mi propio asado, renegar con las brasas, usar mi trapo viejo, agarrar el changuito y recorrer el súper, seguir cortándome el pelo con Mario –que además me cuenta chistes–, abrazar a mis niños, reírme con mis amigos cara a cara… qué se yo, soy un tipo básico. Y no pienso cambiar en los próximos diez años.