Te regalo la música

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Fernando Medeot
Familiero. Lic. en Comunicación, publicitario, docente, agnóstico, soñador. Fanático de Serrat, Federer, Benedetti y el buen cine.

Lo confieso, no soy un amante de la música. La escucho, la percibo, me moviliza, pero nunca le di demasiada importancia. Jamás podría diferenciar un mi bemol de un fa sostenido. Carezco de oído musical y siempre me sorprende la gente que realmente vive con y para el arte de combinar los sonidos.
Insisto, valoro la existencia de la música, admiro a quienes la hacen y a quienes la disfrutan, pero en ninguna etapa de mi vida me generó una pasión desbordada. Tal vez me he perdido algo, pero a esta altura no hay reclamos.
Sin embargo, amo las letras de las canciones. Un tema bien escrito es capaz de producirme sensaciones inexplicables. Por lo general, me gustan al margen de la música misma, me encanta leerlas escritas en papel o en la pantalla luminosa de una computadora. Si realmente me conmueve el contenido, las convierto en algo muy mío que protejo del paso del tiempo, con el único recurso de guardarlas en mi mente. Tienen el encanto, la magia, la frescura que necesito para inspirarme cada vez que enfrento un día. Soy como un astrónomo que, en lugar de analizar los planetas, se dedica a investigar sus lunas.
Y en ese tren de enamoramiento de las letras de canciones, pienso en el talento de quien escribe esos temas que perduran por encima de los viajes temporales, de esos poetas que entregan a la humanidad sus generosas vertientes. Por eso, con sus versos y sus coplas, con su alma de juglar a cuestas, Joan Manuel Serrat siempre vuelve a mi vida. Este afectuoso catalán, que ya superó la cumbre de los setenta, genera una empatía inmediata con todo lo que cuenta. Conozco algo de su historia y sé que es consecuente con las cosas que escribe. Defensor de la savia vital, del amor, de la libertad, de la amistad por encima de todo.

“Esa parte de una canción fue un estímulo para que la imaginación hiciera el resto”.

A partir de fragmentos de canciones escritas por él, encontré sentido a muchas cosas que tenía girando en mi cabeza. Logré acomodar ideas, perfilar sentimientos y disfrutar lo que la vida me estaba entregando. “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, afirma en una de sus bellísimas creaciones. Como dije antes, yo prescindo de la música, me quedo con la luna de su letra.
Esa frase es más profunda que lo que enuncia. Aunque suene simplista, me ayudó a eclipsar muchos miedos que vagaban por mi mente y a encontrar un nuevo camino donde la libertad y el afecto iban de la mano.
Me permitió encontrar al amor de mi vida, hurgando entre los recuerdos, luchando para que el remedio que clama esa verdad me permitiese redescubrir a esa persona que, por el devenir caótico y desconcertante del universo, me había alejado. Superando las distancias de las diferencias y con la franqueza como estandarte, pude derribar muros y achicar los espacios que me separaban. Esa parte de una canción, esa frase mínima, fue un estímulo para que la imaginación hiciera el resto. Encontré el amor para siempre y por fin me sentí libre, de libertad absoluta.
A veces, la realidad es más simple de lo que uno imagina. Y esa simplicidad puede estar agazapada en una línea de once palabras. Basta encontrar el disparador que active su ritmo y, con música o sin ella, las cosas se acomodan. Como los melones en el carro.

Algunas citas pertenecen a otros autores.