La eternidad y un día

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Aquella noche soñé que regresaba a mi pueblo. Volvía a tener 12 años y despertaba en mi antiguo dormitorio para sentir que la memoria del rostro de mi madre me había abandonado. Y del modo en que se entienden las cosas en los sueños, sabía que la culpa era solo mía, porque no fui capaz de retenerla en mi mente.

De repente, ingresaba una luz vigorosa que me bañaba por completo. No llegaba en línea recta, sino que fabricaba rulos geométricamente dispersos. Iluminaba los espacios en silencio, con la implacable certeza de una fuerza liberadora. 

Esa luz me llevaba a recorrer la casa. La puerta principal se abría y mostraba un sendero flanqueado por ángeles y criaturas fabulosas que miraban desde las sombras. El viaje continuaba hasta llegar a una habitación donde la luz creaba un espejismo replicado por mil cristales. 

Al final, en un punto sin retorno, estaba mi madre de pie, esperándome. Veía su figura, pero su rostro seguía difuso. Ella me tomaba de la mano y seguíamos el trayecto por el interior. La cocina emanaba sus olores y sabores de años, aquellas agradables fragancias de la niñez tamizadas por el filtro del sueño. Atravesábamos los cuartos y luego el living, eternamente largo, con sombras amorfas que invadían el espacio como tentáculos amistosos. 

“Levanto la cabeza y ahora sí veo el rostro de mi madre, radiante, feliz, pleno”.

Sigo sin ver su rostro, ni escuchar su voz, creo que perdí para siempre el timbre de sus palabras. Abrimos la puerta que da a la calle y salimos. Asombrosamente, no hay nadie, ni ruidos, ni autos, ni viento. Una senda nos lleva al cine que está frente a la casa, parece como si una alfombra roja nos introdujese en él. La sala luce llena, pero la gente está congelada en el tiempo. Brillos de luces estáticas revelan el polvillo del ambiente, el halo de la linterna del acomodador apunta quieto al cielorraso y el cortinado está detenido antes de dar sus primeros pasos de danza. 

Una luz cenital ilumina dos asientos vacíos. Nos sentamos y la pantalla empieza a llenarse de imágenes que se mueven, creo escuchar el sonido de un piano, pero no estoy seguro. Aparecen los títulos. Melodía inmortal se llama la película. Levanto la cabeza y ahora sí veo el rostro de mi madre, radiante, feliz, pleno. Me mira y sonríe, me acaricia la cabeza y yo muero de amor. Sé en el sueño, porque lo sé en la vida, que esa película era una de sus preferidas. Tyrone Power y Kim Novak en una historia real, de amor, vida y muerte. Un hijo los llena de felicidad, pero al protagonista le detectan una enfermedad terminal. Es un golpe bajo del destino. 

Miro el rostro de mi madre y veo sus lágrimas. Los dos estamos llorando, mientras la gente sigue inmovilizada. El sueño continúa, ahora es ella la que está en la pantalla reemplazando al protagonista. Y habla con el hijo, que no soy yo, aunque quiero serlo. Antes de morir, le deja su mensaje: “Vendré todas las veces que me llames”. Su rostro se ve majestuosamente hermoso, mientras la imagen y el sueño comienzan a desaparecer. Y entonces, envuelto en el velo de esa epifanía, despierto con una sonrisa gigante.