Un año nada normal

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Comienza a cerrarse un año particular. Un ciclo distinto para los chicos, que siguen mostrando heridas causadas por los encierros, temores y pérdida de sus rutinas habituales durante la pandemia “dura”.

Aunque falte la declaración oficial, estamos en endemia. Esta es una situación sanitaria en la que el COVID-19 se mantendrá por largo tiempo, pero en un nivel estable, con variaciones estacionales, síntomas menos graves y un número significativamente inferior de defunciones.

Con el cambio a endemia más la evidencia de que SARS-CoV-2 es infinitamente menos agresiva entre los chicos, las expectativas parecían buenas; aunque todo esto es evidente ahora, en noviembre. No lo era al inicio del 2022, cuando ómicron causaba el mayor pico de infecciones en nuestro medio, al tiempo que la población se preparaba para volver a las actividades “normales”.

Lo cierto es que 2022 no tuvo nada de normal. Los escolares debieron salir del “refugio antiaéreo” en el que habían estado confinados por largo tiempo. Durante 2020 y parte de 2021, niños, niñas y adolescentes habían sufrido múltiples síntomas asociados al encierro, a la percepción de amenaza a la vida de seres cercanos y queridos, y a la incertidumbre general. Los más frecuentes fueron tics, trastornos del sueño y de la alimentación, y agotamiento por exceso de uso de tecnología (tanto recreativa como educativa).

Y llegó 2022. Comenzar el ciclo lectivo significó afrontar actividades escolares y extraescolares sin haber superado, en la mayoría de los casos, el impacto emocional anterior. 

“LOS ESCOLARES DEBIERON SALIR DEL ‘REFUGIO ANTIAÉREO’ DONDE ESTUVIERON CONFINADOS”.

En consecuencia, aparecieron nuevas manifestaciones psicofísicas, esta vez como producto de la “salida del refugio antiaéreo”. 

Entraron a las aulas, a los clubes e incluso a fiestas de cumpleaños con la sensación de amenaza intacta, con inmadureces propias de quienes se habían quedado “congelados” en marzo de 2020 y con el desconcierto por haber perdido rituales de convivencia.

Los más pequeños no hablaban o lo hacían mal; otros mayores no podían concentrarse en tareas específicas y muchos continuaron con insomnio, pesadillas y alimentación caótica.

Era evidente que las heridas no habían cicatrizado. No obstante, las obligaciones los esperaban, y el transcurso del año demostró que, cada uno a su ritmo y con diferentes recursos, fue intentando y logrando sanar. La mayoría recuperó capacidades que parecían perdidas.

El mundo adulto reconoció entonces dos certezas. Una, que 2022 no debía haberse considerado un año normal en el que retomar el ritmo prepandemia, sino un período calmo y paciente, dedicado a re-conocerse.

Otra certeza fue que la niñez no había sido víctima de una epidemia de enfermedades mentales, sino que las manifestaciones psicoafectivas eran solo la natural reacción de personas sanas, ferozmente enojadas por haber interrumpido vínculos fundantes, sus amistades y el ritmo de crecimiento en comunidad.

Tal vez el próximo año brinde mejores oportunidades de retomar en firmeza contenidos académicos y exigencias varias. Pero, por ahora, todo parece sugerir que lo mejor para los niños y las niñas sería culminar 2022 con el exclusivo anhelo de haberles devuelto su identidad.