Jardín junto al mar

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Compartimos un fragmento de «Jardín junto al mar», la novela de Mercé Rodoreda, la escritora catalana más universal de todos los tiempos. La edición que se publica en la Argentina, incluye un prólogo de Cristina Bajo.

A mí siempre me ha gustado saber las cosas que le ocurren a la gente, y no es que sea metomentodo… Es porque quiero a las personas, y a los dueños de esta casa los apreciaba. Pero de todo esto hace tanto tiempo que de muchas cosas ya ni me acuerdo, porque soy demasiado viejo y a veces me enredo sin querer… No hacía falta ir a ver películas al Excélsior las temporadas de verano cuando venían con sus amigos. Había uno que pintaba el mar. Se llamaba Feliu Roca. Había hecho exposiciones en París y creo que en Barcelona es conocido y ha ganado mucho dinero con esta tendalera de azul. Lo había pintado en todas formas: tranquilo, loco, con las olas altas, con las olas bajas. Verde, de color de miedo. Y gris, de color de nube. Marinas. Decía que hacía marinas y sus amigos le decían que tenía que hacer manchas; que es lo que más gusta a los americanos. Se burlaban y le decían que ya había habido demasiados pintores que habían pintado el mar, y el muchacho… Un chico magnífico, con el pelo un poco rubio y unos ojos azules, un tanto dormidos, como soñolientos. A veces tartajeaba. Cuando no le salían los colores como quería: quiero decir, eso de la mezcla. Me decía: es más difícil pintar esa bestia azul que cuidar de las flores. Y yo le contestaba: lleva usted razón. Las flores se hacen solas. Puede que sea por esto que ser jardinero tiene tan poco mérito… Se lo decía para que estuviese contento y entonces me contaba que, cuando hubiese pintado el mar de todas las maneras como el mar se puede poner, me pintaría a mí, sentado al sol. Claro, no lo creía… Todos los veranos, cuando llegaba, me alegraba de volverle a ver y creo que a él también le gustaba verme. Seis veranos… En total, seis veranos con un mal invierno… Una de las amigas –eran dos y nunca faltaban– se llamaba Eulalia. La otra se llamaba Maragda. Trabajaba de modista y había sido maestra de la señorita Rosamaría, que, de joven, había trabajado con ella, y esto las había hecho amigas. Cuando volvían del baño, por la mañana, procuraba trastear por los parterres de ahí cerca. Por este, cubierto de caléndulas naranja; para oírlas hablar. Y, tanta alegría, tanta juventud, tanto dinero… y tanto de todo… dos desgracias.
Una vez vi un pájaro que se dejó morir. Por lo visto era un pájaro desesperado; como Eugeni.
La primera vez que vinieron los señoritos fue a principios de la primavera, de recién casados. A él ya le conocía. Le había visto dos veces: cuando vino a ver la finca para comprarla, y otra vez cuando vino a ver cómo marchaban las reformas que había mandado a hacer. Esta segunda vez me dijo que me quedara, que yo le iba como jardinero. Habían hecho el viaje de novios por el extranjero y estuvieron solo de paso.
Muchos paseos y muchos ratos en el mirador, contemplando el ir y venir de las olas y el cielo con todo lo que en él se mueve, muy cerca el uno del otro, y a veces abrazados. Si era de día, cuando me acercaba tosía para advertirlos y, aun cuando no sea pecado que dos casados se abracen, pensaba que habría de molestarles que los viera. Quima, la cocinera, vino ya por aquellos días. Después cogieron la costumbre de contratarla por la temporada, porque la cocinera que tenían en Barcelona, en verano, iba a ver a la familia. Quima quería que le contara lo que hacían por el jardín y yo le hacía contar lo que hacían por la casa, porque ella sabía muchas cosas por Miranda, una de las doncellas; que era de Brasil. Esta Miranda llevaba un vestido negro, tan apretado al cuerpo, que lo tenía delgado como una serpiente, que más le valiera ir desnuda. Y un delantalito de encaje, pequeño como la mano. Gastaba muchos humos. Lo cierto es que no podían contarme mucho porque ocurría poco. A veces el señorito Francesc ponía una aceituna en la boca de la señorita Rosamaría y ella la cogía con los dientecitos… Por lo visto él estaba como loco.

 

Mercé Rodoreda

Mercé Rodoreda, escritora catalana, forjó en el exilio el grueso de su obra literaria (novela, cuento, teatro y poesía), en la que destacan títulos como La plaza del Diamante (1962), La calle de las Camelias (1966) o Jardín junto al mar (1967), pero a su regreso a España en 1972 aún escribiría obras tan notables como Espejo roto (1974), Parecía de seda y otros cuentos (1978), Viajes y flores (1980, Premio de la Crítica Serra d’Or, Premio Ciudad de Barcelona y Premio Nacional de Crítica), y Cuánta, cuánta guerra (Premio de la Crítica Serra d’Or 1982).
Jardin junto al mar
Editoral Edhasa