Detrás de los arbustos

0
60
Paula Celina Sian. (Seudónimo: Aracne).

 

(Seudónimo: Aracne)

El día en que mi hermana se fue de casa me dio su peluche preferido, un oso grandote y pesado, en la barriga tenía un corazón rojo. Se lo había regalado un novio hacía algunos años. También me dejó ropa que ya no le entraba. Ella se marchó en noviembre. Cuando terminaron las clases empecé a ir a la casa de Florencia; quedaba a dos cuadras de la mía. Había sido mi compañera de banco durante todo sexto grado. Su casa estaba rodeada de arbustos y plantas. Tenía una pileta enorme, en una parte era profunda, yo no hacía pie. Iba casi todas las tardes después del almuerzo; en realidad, esperaba una hora porque mamá decía que no había que meterse al agua después de comer. Llevaba la malla puesta, un short y un toallón en la mano. Tenés que volver antes de que anochezca, no quiero que andes por la calle cuando oscurece, decía mamá.

Entrábamos a la cocina con los pies mojados. Quedaban las huellas en el piso. De nuestros cabellos sueltos caían gotas de agua. La mamá de Florencia no nos retaba. Ella en el living tomaba limonada con una amiga. Abríamos la heladera, descalzas. En casa siempre me decían que tenía que usar las ojotas de goma, pero en la de Florencia eso no importaba. Ahí siempre tenían queso y jamón. También, pan lactal y Coca-Cola. Agarrábamos el sachet de mayonesa y le poníamos un montón a cada pan. Llevábamos la torre de sánguches a la mesita de la galería. Comíamos cuatro o cinco y nos volvíamos a meter en la pileta.

Podíamos jugar en cualquier lugar de la casa, incluso en la pieza de los padres. Entrábamos cuando llegaba su papá de trabajar y todos salían a tomar cerveza alrededor de la pileta. En ese momento aprovechábamos para revisar el ropero de su mamá. Nos probábamos vestidos y zapatos con tacos; nos poníamos maquillaje. Florencia sabía usar el delineador de ojos, me lo pasaba con mucho cuidado, igual yo no podía dejar de pestañear. Quedate quieta, me decía. Antes de volver a casa me lavaba la cara con mucho jabón. Me refregaba bien para que saliera la pintura.

A principios de enero, llegaron los primos de Florencia: Damián y David; se quedarían varias semanas. Uno tenía diecisiete y el otro, dieciséis. Vivían en Venado Tuerto. También vino Julieta, la novia de Damián. Sus padres llegarían a fin de mes. Florencia me dijo que David, aunque era más grande, jugaba con ella y con los primos chiquitos en las reuniones familiares. Su juego favorito: las escondidas.

La tarde en la que los conocí, Damián y Julieta tomaban sol en las reposeras; él le acariciaba la espalda. En la pileta estaba David; Florencia, parada en sus

hombros. Al verme pegó un salto, intentó saludarme en el aire. David dijo hola solamente. Tenía la voz muy grave, la espalda ancha y se balanceaba. Esa vez no me metí tan rápido al agua, me quedé sentada un rato en el borde. Dale, sacate el short, decía Florencia.

David aceptaba siempre los juegos que proponíamos: carreras, clavados, búsqueda del tesoro, la popa, en la pileta era más difícil correr. Competíamos por quién aguantaba más tiempo debajo del agua; yo siempre ganaba. Las dos nos subíamos sobre la espalda de David: parecía una embarcación, resoplaba imitando el motor. Damián y Julieta se metían a veces en la pileta. Se quedaban en un rincón, se abrazaban, se decían cosas al oído. Me preguntaba qué se dirían en secreto los novios. Ella usaba un bikini amarillo, una de triangulitos. Él, una bermuda con playas y palmeras. Ambos estaban muy bronceados.

David comía mucho. Creo que en casa de Florencia empezaron a comprar más pan lactal, jamón y queso. También se devoraba un paquete de 9 de oro él solo. Una vez agarramos el metro y nos medimos: Florencia, uno cuarenta y dos; yo, uno cuarenta y nueve y David, uno setenta y ocho. Le dijimos que parecía un gorila. Empezó a corrernos como si fuese una fiera. Ponía las manos como garras. Nosotras gritábamos por los pasillos de la casa. La madre de Florencia salió del living y nos pidió que fuéramos a corretear al patio, que estaban mirando una película.

A mamá no le gustó que estuvieran los primos de Florencia. Una mañana mientras yo dormía abrió la puerta de mi habitación: me contaron que Damián es un picaflor, que toma alcohol y fuma, y el otro puede ser muy bruto para jugar con vos, son chicos grandes, dijo. Hasta que no se fueran ellos, no me dejaría ir a la casa de Florencia. Abracé al oso de peluche: le dije que volverían a Venado ese fin de semana. Un domingo éramos más de diez dentro de la pileta. Damián y Julieta salieron,

se fueron al otro lado del cerco de arbustos, donde había varios árboles y plantas. Florencia decía que siempre que iban a ese lugar se besaban y se tocaban. Él le pasaba la mano por debajo del bikini de triangulitos. Florencia los había visto.

Ella me contó que su padre tendría veintiún días de vacaciones. Se irían a Brasil en el Peugeot 405, pero solo se quedarían dos semanas. Me preguntó si conocía el mar, le dije que no. Habló del agua cálida y transparente de Brasil, de la arena blanca. En diciembre habían ido varias veces al balneario la Florida y también habían cruzado a la isla. No me animé a decirle que yo nunca había ido al río.

Una tarde mientras estábamos en los flota flota, la tía de Florencia se acercó a la pileta: me avisó que mi mamá me llamaba. Entré al living, veía todo oscuro, todavía estaba encandilada por el sol; alguien bajó el volumen del televisor. Agarré el tubo del teléfono. Sos una mentirosa, te venís inmediatamente a casa, escuché luego de decir hola. Bueno, mami. Ella cortó. La madre de Florencia me preguntó si estaba todo bien. Asentí con la cabeza.

Corrí hacia la pileta, me tiré de cabeza. Florencia y David gritaron y aplaudieron. Estuve unos segundos debajo del agua con los ojos abiertos, veía las piernas moverse; había un patito de goma en el fondo, lo pisé, le quedó la cabeza aplastada. Cuando salí, les dije que quería jugar a las escondidas. David saltó de alegría. Florencia frunció la nariz, pero al final aceptó.

Le tocaba contar a ella; a David y a mí, escondernos. Lo agarré de la mano. Fuimos hasta los arbustos y pasamos por un espacio angosto. El que no se escondió se jodió, escuchamos a lo lejos. Me senté en un tronco. Me saqué las ojotas, apoyé los pies sobre la tierra. David espiaba entre las ramas. Flor está yendo al garage, vamos, dijo. Quiero quedarme un rato acá, vení a sentarte, decime cosas al oído. Parecía no entender. Volvamos, Sole, vamos a comer, hay palitos salados, dijo. Miré los volados de mi malla, me parecían ridículos, horrendos. Trataba de aguantar, pero me salieron de golpe muchas lágrimas. Abracé mis piernas. Entre los huecos del arbusto se lo veía atravesar el patio: era un oso grandote y pesado, que huía, asustado.