Tengo un nuevo amigo

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Vos lo mirás y el tipo no te da ni la hora. Gesto fruncido, cara de póker y alta concentración en mascar un bolillo sintético que las madres suelen llamar “chupete”. Sin embargo, él y yo sabemos que vamos a ser amigos. 

Me acerqué un poco y abrió los ojos despacito, tanteando el escenario. Le hice cosquillitas en el cuello y pestañeó dos o tres veces en señal de aprobación. Enseguida acomodó la carita para que siguiera haciéndole eso, porque le gustaba. Luego apoyé un dedo en la palma de su mano y el tipo me lo agarró como si tuviese una pinza. Eso fue para decirme que estuviera atento, que no me distrajera. Entonces, para demostrarle quién mandaba, le quité el chupete y protestó de tal manera que tuve que devolvérselo. Sí, demostró que mandaba él. Encima, la madre me hizo una cara de “por qué no dejás de molestar a la criatura” que desactivó mis intenciones de provocarlo. Con ese aval materno, el tipo se agrandó y empezó a sobrarme con una sonrisita de costado, como haciendo la seña del siete bravo en el truco. 

En un momento, la abuela me lo prestó de compromiso y me dijo algo parecido a “Tomá, tenelo un ratito”. El tipo pasó de manos y ni se mosqueó, siguió en la suya, dándole masa al chupete y mojando el pañal sin culpas. Le dije un par de cosas al oído referidas a preferencias deportivas, pero seguramente no me escuchó: en ese terreno, parece que el padre me ganó de mano y ya lo tiene charlado para que sea de la contra. 

“Espero que los adultos seamos capaces de darle solo cosas buenas”.

Observé sus uñitas solo para comprobar que medían menos de la quinta parte de la pastilla que tomo para dormir. Y la nariz era menor a un garbanzo, aunque me dio a entender que por el momento no le importaba, ya iba a crecer. Cuando le dieron su primera mamadera (porque el muy vago se resiste a trabajar con la teta), me hizo provechito en la cara, como el mejor maleducado del mundo. “Tomá pa’ vos –dijo con la mirada–, esto es por haberme sacado el chupete”. Y enseguida levantó las cejas indicándome que tenía más pelo que yo. El tipo me agarró de punto el primer día. Y después se quedó dormido, estirando las piernas diminutas y marcando la cancha como capitán del equipo de los que no hay que molestar cuando duermen. Y ahí me quedé, mirándolo embobado, pensando en cuántas cosas tiene para descubrir en un mundo que está cada vez más loco. Hoy es la persona más libre del universo. Puede ser lo que él quiera ser. O lo que pueda, no importa. Espero que los adultos que lo rodeamos seamos capaces de darle solo cosas buenas y no lo llenemos de reglas, ficciones, odios ni falsos dioses. Que él elija. Y que su elección lo haga feliz.

Perdón, mi nuevo amigo se llama Conrado. Nació con 3,450 kilos y midió 53 cm. Es hijo de mi hija Agustina y de su pareja, Sergio. Tiene tres bisabuelas y cuatro abuelos (entre los que me cuento) babeando alrededor. Y una montaña de tíos, tías, amigos y amigos de amigos que lo van a malcriar exitosamente. 

En cuanto a mí, creo que el amigo me introdujo en la etapa más maravillosa de mi vida. Sí, definitivamente es así.