El olor de la vida

0
72

Enrique Orchanski
Médico pediatra y neonatólogo, docente universitario, padre de dos hijas; autor de libros sobre familia, infancia y adolescencia.

Las manos, las lágrimas y esa fragancia que indica el camino seguro a una leche que calma todas las hambres. Para quien cumple cuatro meses, mamá es la respuesta a todas las fragilidades.
Cinco pasos suyos por cada paso de él, caminando entre gente alta y apurada.
El hijo presiente algo malo, y sucede: apenas soltó la mano, perdió conexión con el mundo.
Busca arriba, a los lados: papá se perdió, llora. El miedo, todos los miedos, aparecen ahora; entonces estira los brazos como queriendo medir su soledad.
A los tres años, todas las angustias son una: el abandono; y está ocurriendo. De pronto cree escuchar la voz (esa voz) entre la marea humana. Parece su padre, ¡que sea él! Sí, es su rostro.
Se abrazan, se recuperan y huyen de este lugar que huele a sudores, a aliento ácido y a humo de colectivos.
A esta edad, papá es la respuesta a todos los temores.

“Fragilidades, temores, dudas, desafíos, vacilaciones y ruegos acumulados”.

Terminó la adaptación. En el umbral de la sala de cinco, los papás la despiden: todo va a estar bien. La seño estira los brazos, y entonces ella piensa: “¿Hay que decidir?”.
Otros chicos y chicas –todavía no son amigos– también aprietan manos, picaportes o una reja. Olores a delantal recién planchado, a masa de sal, a témperas y a cartulinas: eso respirarán este año.
La voz de la seño es la respuesta a sus dudas. Entra.

Final de fútbol en el cole; se juegan los últimos tensos minutos. Un equipo resiste; el otro, mejor y más fuerte, pierde. Los cuerpos destilan olores íntimos, agrios, heroicos. Las arengas crispan el final, eterno para quienes van ganando.
El árbitro termina el partido; entonces surge un mágico silencio lleno de abrazos.
Los amigos –que hoy son para siempre– son la respuesta a todos los desafíos.

En un rincón, ella sonríe; entre amigas, simula ignorarlo. Tiene la sonrisa más hermosa de este mundo. Él domina su timidez y cruza entre la música estridente. El aire del boliche es denso y dulzón, mezcla de vapores de alcohol, calor y hormonas.
Luces potentes, pulgares arriba, guiños; y la multitud saltando, imparable.
Él espera el momento para acercarse al rostro perfecto. Entonces las amigas susurran suertes y se apartan.
El verde de sus femeninos ojos adolescentes es la respuesta a todas las masculinas vacilaciones.

“Una fuerza más y nace”, reclama el médico con voz de médico. Una más, como si no bastaran las anteriores. Mi mujer jadea, transpira, putea y puja. Ahora sí, el bebé llega a nuestros brazos. Líquido que cae, sangre, lágrimas y desinfectante: una mezcla que huele como ninguna otra.
Queremos verla, abrigarla, reconocerla. Saber cómo se hace para amarla. Y estos olores penetrantes insisten en inundar nuestras narices de padres novatos. Mi mujer tiembla, ¿o soy yo?
El llanto del bebé es una primera respuesta a nuestros ruegos.

A nuestra edad, los olvidos importan. No queremos olvidar nombres, llaves ni anteojos; sí nos importa que nos olviden.
Anhelantes, disfrutantes, somos abuelos por los nietos y somos abuelos por la edad.
Y cuando la memoria vacila y el paso se hace lento, a mano quedan los olores de vida; que no son sino fragilidades, temores, dudas, desafíos, vacilaciones y ruegos acumulados.
Al final no importaban las respuestas; sí, las preguntas.