Ojos verdes

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ILUSTRACIÓN: PINI ARPINO.

Yo tenía buenas intenciones, te lo juro, Chino. Me topé con ella de casualidad, una tarde donde un puñado de nubes se empecinaba en tapar el sol. No hacía calor, tampoco frío. Era un típico día de otoño, de poder salir con ropa liviana mientras ibas pisando hojas que crujían. El invierno parecía lejano, Chino. Se palpaba cierta luminosidad en el rostro de la gente, como si cada individuo estuviese disfrutando la sensación de un día apacible, lejos de los problemas. Una marea humana que se movía al vaivén de sus propios proyectos.

Entre todos, apareció ella. Eyectándose en medio de ese grupo heterogéneo y desparejo. Fue como si un halo de luces hubiese explotado en la pantalla del cine más gigantesco del mundo. Te lo juro, Chino, era así. Instantáneamente, todos los demás se convirtieron en personajes grises, parecían zombis de movimientos desarticulados, mientras ella regodeaba su figura perfecta y perfumaba la vista con la música de sus movimientos. La pollera se movía de aquí para allá y mostraba las piernas talladas con miles de horas de spinning. Además, esos ojos verdes… ay, esos ojos verdes que te lastimaban de lo lindos que eran. Dos esmeraldas bailando en un océano de flores. La caída de sus párpados ventilaba el aire y lo llenaba de oxígeno puro.

Le clavé la vista, Chino, la miré con ojos de nene enamorado de su maestra. Lo hice descaradamente, tanto que al final logré su atención. Y no solo me devolvió la mirada, sino que me guiñó un ojo, el izquierdo, el del corazón. Imaginate, ese manantial de verdosa exuberancia se cerró solo para mí, en un gesto de aceptación, de “Dale, seguime”. Sentí que la adrenalina explotaba y empezaba a supurar por mis poros, mientras la testosterona me molía a patadas las terminales nerviosas. Volaba de ansiedad como un pájaro a diez mil metros, atravesando nubes y esquivando satélites espías.

“La miré con ojos de nene enamorado de su maestra, descaradamente, tanto que al final logré su atención”.

Me puse al lado y caminé junto a ella, pegadito, primero callado, pero después empecé a decirle las cosas más hermosas que una mujer quiere escuchar. Le prometí traer el mar Caribe con mis manos hasta el jardín de su casa; empujar la luna y armar un eclipse, meterlo en un frasco y dejárselo en su mesa de luz. Te lo juro, sería capaz de hacerlo… esas pepas verdes se lo merecían. Y seguí jugando fuerte, le dije que podría convertirme en su esclavo, que la llevaría a dar la vuelta al mundo al derecho, al revés y por los polos, que le haría ganar dinero con los bitcoins, que podría cambiar de club y hacerme hincha de Belgrano en la B, que dejaría a sus pies diamantes del África, alfombras de Persia, perlas coralinas de Tailandia, trufas de 

Almería, acciones de Vaca Muerta, todo lo que ella quisiera. Miles de palabras hermosas le dije, Chino. Yo tenía buenas intenciones, te lo juro. Soy un tipo que cumple. ¿Y sabés qué me dijo, después de todo lo que le prometí…? No lo vas a creer, pero sin mirarme siquiera, me susurró “Tomate el palo, chamuyero de cuarta”… ¿Te das cuenta? Me dijo eso y desapareció entre la gente. No es justo, Chino, no es justo…