Los insultos

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Algunos días atrás, durante una conversación con un gran amigo, nos sumergimos en el intrigante origen del término “gil”. Le prometí una columna para arrojar luz sobre este enigmático vocablo, y aquí estamos.

Esta voz pertenece al lunfardo (“repertorio de términos traídos por la inmigración y asumidos por el pueblo bajo de Buenos Aires”, en palabras de José Gobello, presidente de la Academia Porteña de Lunfardo) y nos lleva a las raíces de la cultura argentina.

Un “gil” es alguien considerado tonto o lento en su percepción. En algunos tangos y ciertos círculos, es común escuchar variantes como “gilún” o “gilastrún”, donde el sufijo aumentativo “-un”, de origen lombardo, añade un matiz de intensidad.

Sin embargo, para comprender la génesis de este término, debemos adentrarnos en el caló, la variante de romaní hablada por los gitanos de España. En esta lengua, empleaban la palabra jili, que denotaba inocencia y candidez. De aquí proviene el término español “gilí”, que alude a alguien tonto o simple. De este vocablo surgió también “gilipollas”, un insulto fuerte con connotaciones despectivas.

Hablando de insultos, podemos traer a la mesa lo que describe el periodista mexicano Héctor Anaya en su libro El inteligente arte de insultar. Él dice: “Creo que el insulto logra arrancarte un pedazo de carne” y enlaza esta idea con El mercader de Venecia, de William Shakespeare.

Este libro nos cuenta la historia de un veneciano noble, llamado Bassanio, que ha gastado toda su fortuna y que quiere enamorar a la acaudalada heredera Porcia. Con este propósito, este joven le pide dinero a su amigo Antonio, un rico mercader. En ese momento, Antonio no cuenta con la plata porque la tiene invertida en sus barcos. Sin embargo, en el afán de ayudarlo, le solicita un préstamo a Shylock, un personaje muy usurero.

“El término ‘gil’ pertenece al lunfardo y nos lleva a las raíces de la cultura argentina”.

Shylock le da el dinero y no acepta poner intereses económicos, sino que establece que si Antonio no hace la devolución en el plazo fijado, tendrá que pagar con una libra de su propia carne.

Llegado el momento, todo se complica y la plata no aparece; entonces, Shylock exige en la Justicia que se cumpla lo pactado. Porcia se disfraza de abogado y en la defensa alega que el pagaré no concede una gota de sangre; solo una libra de carne. Como esto es imposible, la historia se resuelve a favor del mercader.

Ahora bien, si reflexionamos sobre el poder de la palabra, podemos pensar que sí se puede lastimar sin derramar sangre.

“Hablar es, ante todo, analizar. Este análisis implica una facultad selectiva”, dice el doctor en Filosofía y Letras Martín Alonso. Del universo de términos existentes, los hablantes elegimos aquellos que reflejan nuestro pensamiento. Así de fácil. Con esta actividad, pedimos, halagamos, agradecemos, reprochamos, herimos.

Las heridas que se hacen con las palabras no derraman ni una gota de sangre, muchas veces son invisibles a los ojos, pero la cicatriz es tan marcada que no se olvida.