Corazón paciente

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Fernando Medeot

Familiero. Licenciado en Comunicación, publicitario, docente, agnóstico, soñador. Fanático de Serrat, Federer, Benedetti y el buen cine.

 

Te parece estar viéndola otra vez. Cada vez que eso ocurre, tu cabeza se pierde en el tiempo. No sabés en qué época estás. Posiblemente ahora sea en la escuela secundaria, cuando la seguías con los ojos, atento a cualquier movimiento dentro del curso. Ella movía su pelo rubio y agitaba esa sonrisa tan fuerte y frágil a la vez, tan suya, que parecía detener las horas, los minutos, los segundos.

En ese lugar, un día le dejaste “Corazón coraza” de Benedetti encima de sus libros de Física. Tenía una frase que soñabas decirle, con o sin la lluvia golpeando el ventanal del aula. “Porque eres mía / porque no eres mía / porque te miro y muero”, aunque eso te desnudara por completo y provocara que ella abriese aún más sus ojos, absortos y sorprendidos, con el riesgo que implicaba un rechazo cortante. Pero no, ni le dijiste la frase ni supiste qué hizo con el poema.

Después crecieron los dos. Dejaron el colegio y continuaron su vida. Vos la seguías mirando. Tu alma se doblegaba porque la mirada de ella siempre elegía a otro. Y a otro. Y a otro. Y vos solo tenías la vista en ella. Te obligabas a cerrar los ojos para creer que sí, que te estaba observando. Solo en el silencio de tu oscuridad alcanzabas a ser feliz. “Seguro me está mirando, seguro aprovecha que no la veo y me mira…”.

Ya adultos, varias veces se encontraron de casualidad. Comprando en una boutique, cenando en un restaurante, en un acto de colación. El trato fue amable, pero distante de su parte, mientras tu incendio interior amenazaba con descubrir ese amor sin prisas que le tenías.

“Aprovechaste para decirle todo lo que habías guardado durante 50 años”.

Pero hoy fue distinto. Vos hacías tiempo en el café y ella entró. El salón estaba lleno. La viste y tu corazón empezó a golpearte el pecho como un animal salvaje dando zarpazos para que le abran la jaula. Ella también te vio y fue directamente hacia tu mesa. Pensaste que estabas en un sueño. Pero no. Era real. Te ruborizaste. No entendés cómo te animaste a decirle “¿Querés sentarte?” viendo que no había lugares disponibles. Y casi te da un infarto cuando ella asintió con su cabeza.

Hablaron. Por primera vez tuviste un diálogo. Dijeron algo de las coincidencias, se rieron de compromiso. La viste más radiante que nunca. Con ganas de estar ahí. Ambos se dieron cuenta de que tenían cosas en común. Lo percibías a medida que el diálogo avanzaba. Te contó cómo cuidaba sus flores y detalló sus viajes al Caribe, Europa, Egipto. Y te dijo que estaba sola, su última pareja la había abandonado.

¿Era ese tu momento…? Decidiste que sí y aprovechaste para decirle todo lo que habías guardado durante 50 años. Ella solo levantó la vista de la carta de postres, abrió sus ojos claros mucho más que siempre y no respondió nada.

Te sentiste incómodo, inseguro, porque no sabías si habías roto el hechizo, si se había ofendido y nunca más tendrías la esperanza de sentirla en tus brazos, oler su perfume, besarla a morir. Ese silencio te dolía, te impedía retomar la charla. Ella terminó la crème brûlée que había pedido y, antes de levantarse, dijo una sola frase que dinamitó tu corazón: “¿Por qué no…? Si no es ahora, ¿cuándo…?”.

Al llegar a la salida, con vos sentado y sin reacción, volteó su rostro y te regaló la sonrisa más generosa que podías esperar. Ahí te diste cuenta de que, aunque estés viendo a una mujer en fuga, la paciencia puede ser tan encantadora como la felicidad.

 

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