Poliamor

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Fernando Medeot
Familiero. Licenciado en Comunicación, publicitario, docente, agnóstico, soñador. Fanático de Serrat, Federer, Benedetti y el buen cine.

Arranca el día y asomo mi cabeza por la ventana, engañando a los pliegues de las cortinas. Afuera, el sol se despereza, mientras un puñado de benteveos y calandrias invaden el silencio con sus cantos. Especialmente los primeros, pájaros irrespetuosos, me gritan “bicho feo” cada tres segundos. Ya coparon la plaza del frente, un rectángulo de ángulos curvos, que hoy luce hermosa porque la cuadrilla municipal ayer cortó los yuyos y levantó la basura.
De pronto las descubro. Son más de treinta personas que empiezan la ronda de los miércoles alrededor de la plaza. Caminan separadas, muchas de ellas con lentitud. Algunas se juntan, murmuran con respeto, hacen visera con las manos para evitar el sol. Son pacientes del Sanatorio Morra –el más prestigioso de la ciudad para tratamientos de salud mental– en tareas de recreación. Un par de médicos los controlan, aunque la delantera la tomó un joven de vestimenta deportiva con más tatuajes que Candelaria Tinelli.
Me detengo a observarlos desde mi ventana. Cuántas historias de vida están pasando frente a mis narices. Entre ellos veo a una parejita que va del brazo. Muy juntitos. Ella, con síndrome de Down, debe tener 25 años. Él aparenta una década más y supongo que padece algún problema nervioso, pues un tic persistente le hace mover las piernas de modo extraño.
Son inseparables y hablan todo el tiempo. Cuando pasan frente a mi casa, escucho fragmentos de sus diálogos. “Decime que me querés”, reclama ella. “Ya te lo dije –afirma él, con una sonrisa–, te quiero, pero si te lo digo cuatrocientas veces, la última no será igual a la primera”. Ella asimila y vuelve a la carga: “No me importa, decímelo cuatrocientas veces”. Y ya no puedo escuchar más porque se alejaron. Tengo que esperar la próxima vuelta.
Como si fuese un voyeur de los sonidos, sigo el recorrido de los dos y espero que vuelvan a pasar. Ahora ella insiste: “Decime que no te gusta ninguna otra chica”. Y él, muy galante, le jura: “Cómo voy a mirar otra chica si estoy con la mejor”.
Deleitado, espero la tercera y última vuelta. Ahora ella juega fuerte y se nota que vienen tratando el tema desde la cuadra anterior: “Pero ¿te vas a casar conmigo o no…?”. Y él, galán de los que ya no se ven, le tira la frase matadora: “Es lo que más quiero en la vida”.
Sin despegar ni un cachito sus cuerpos, siguen caminando abrazados, ahora rumbo al sanatorio que seguramente abandonarán en breve. Veo sus figuras irse, despaciosamente, regalándome la plenitud de su amor, mientras el sol brilla fulgurante. Y agradezco a la vida la posibilidad de ser testigo en vivo y en directo de tanta dulzura, tanta belleza, tanta pureza, en un mundo donde la tecnología ha modificado las relaciones humanas.

“Sigo pensando en la parejita, en el amor, en lo mágico que produce, en lo que cura y crea”.

Vuelvo a mi rutina. La mañana sigue siendo maravillosa, aunque los benteveos parlanchines se fueron con la música a otra parte. Sigo pensando en la parejita, en el amor, en lo mágico que produce, en lo que cura y crea.
Entonces veo entrar a mi mujer. La que siempre está ahí, la que se asoma cuando suena el timbre, la que aguanta mis días malos. Estoy seguro de que alguna vez la gente dirá: “¿Cuál Medeot? ¿El que se casó con aquella mujer tan hermosa?”. Ella brilla y oxigena mi aire igual que los dos enamorados de la plaza. Y me dice, con sabiduría de madre, que no es importante amar el ayer, sino amar como ayer.
La pucha… tal vez estoy viviendo el famoso poliamor y no me he dado cuenta.