El éxodo jujeño

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El 26 de marzo de 1812, Manuel Belgrano pudo hacerse cargo del Ejército del Norte, si se podía llamar “ejército” a ese grupo de hombres desarrapados, desarmados y mal alimentados. El panorama era desolador: de los 1500 soldados sobrevivientes, casi 500 estaban heridos o enfermos. Había 600 fusiles y 25 balas para cada uno.
Ante la inminencia del avance de un poderoso ejército español desde el norte al mando de Pío Tristán, Belgrano emitió desde Salta un bando fechado el 29 de julio de 1812, disponiendo la retirada general ante el avance de los enemigos. La orden de Belgrano era contundente: había que dejarles a los godos la tierra arrasada, ni casas, ni alimentos, ni animales de transporte, ni objetos de hierro ni efectos mercantiles. Sabía que las tropas realistas llegarían a Jujuy muertas de hambre y de sed con la ilusión de abastecerse, y se proponía no dejarles nada.
Para eso contaba con el apoyo incondicional de todo un pueblo que lo venía dando todo por la causa revolucionaria.
Hombres, mujeres, ancianos y niños partieron a las cinco de la tarde de aquel 23 de agosto de 1812. El general Belgrano fue el último en irse a las doce de la noche. Quería estar seguro de que no quedaba nada ni nadie. Y quería también asegurar la retaguardia de todo aquel pueblo andante. El enemigo enfurecido le mordía los talones.

“La orden de Belgrano era contundente: había que dejarles a los godos la tierra arrasada”.

La gente llevaba todo lo que podía ser transportado en carretas, mulas y caballos.
Los viejos echaban una última mirada a sus casas, en las que habían nacido cuando la colonia parecía el único sistema posible, cuando quedaban tan lejos los vientos libertarios que sonaban en ese momento, tan lejos de aquellos fuegos que devoraban las cosechas y en las calles de la ciudad hacían arder los objetos que no podían ser transportados. Eran ellos, los ancianos, los encargados de contarles a los nietos que todo esto se hacía para ellos, para que vivieran una vida mejor.
Los voluntarios de Díaz Vélez que habían ido a Humahuaca a vigilar la entrada de Tristán y volvieron con la noticia de la inminente invasión fueron los encargados de cuidar la retaguardia. El repliegue se hizo en tiempo récord. En pocos días se cubrieron 250 kilómetros y poco después la marea humana llegaba a Tucumán.
Al llegar allí, el pueblo tucumano le solicitó formalmente que se quedara para enfrentar a los realistas. Por primera y única vez, Belgrano desobedeció a las autoridades, que querían obligarlo a retirarse sin pelear, y el 24 de septiembre de 1812, con el invalorable apoyo de los tucumanos obtuvo el importantísimo triunfo de Tucumán. Animado por la victoria, Belgrano persiguió a los realistas hasta Salta derrotándolos el 20 de febrero de 1813.
Por aquellos dos triunfos, la Asamblea del Año XIII premió a Belgrano con 40.000 pesos oro. El general no lo dudó un instante y escribió: “He creído propio de mi honor y de los deseos por la prosperidad de mi patria, destinar los cuarenta mil pesos que me fueran otorgados como premio por los triunfos de Salta y Tucumán, para la dotación de escuelas públicas de primeras letras”. Es hora de que se haga justicia y se recuerde como se debe a aquel hombre extraordinario que dijo alguna vez: “Mucho me falta para ser un verdadero padre de la patria, me contentaría con ser un buen hijo de ella”.