Sin alas, sin límites

0
9

Cuando la conocí, me sorprendió su firme vocación de superarse a cada momento. Era capaz de hacer cosas impensadas, muy locas, fuera de libreto. Sus actos estaban dominados por una fogosa pasión y proyectaba una imagen externa que contrastaba con la serenidad que marcaban su rostro y su gestualidad.

En el momento del encuentro, facilitado por amigos comunes, lucía vivaz, iluminada, llena de vida. No admitía los grises, y su personalidad, de tan avasallante, a muchos les chocaba. Opinaba de política y nadie la sacaba de su eje. Hablando de literatura, podía revolcarte en el fango analizando el Siglo de Oro español. En su trabajo le discutía al jefe cada una de sus órdenes. 

La fui conociendo con el paso del tiempo. Me contó que estuvo por escalar el Aconcagua, que viajó por toda la Argentina tratando de juntar firmas para salvar la extinción del yaguareté, que se bañó desnuda en pleno invierno en una playa desértica de Comodoro Rivadavia, que un domingo se fue en bicicleta desde Alta Gracia hasta Potrero de los Funes. En fin, cosas locas, lejanas a lo común. 

Por eso no me extrañó que un día me dijera que iba a volar.

—¿Volar en un parapente o en una avioneta? —le pregunté.

—No —me contestó—. Voy a volar como un pájaro, pero sin alas. 

Sí, quería desplazarse por el aire a voluntad, desafiando la física y los preconceptos. Sin hélices, sin motores, sin impulsos externos que la condicionaran. Ella quería volar. Así me lo confesó un apagado martes de junio, cuando el sol intentaba asomarse entre varias nubes remolonas durante el titilante ocaso de una tarde otoñal.

“Por eso no me extrañó que un día me dijera que iba a volar”.

Obvio, me pareció una locura, pero no me extrañó viniendo de ella.

Cuando le pregunté cómo lo haría, me respondió que eso era lo de menos. 

—Algo se me va a ocurrir —me dijo con absoluta determinación—. Lo importante es querer hacerlo.

No volví a verla por un tiempo, bastante largo para mi gusto, porque me gustaba estar con ella y valoraba su capacidad para moverse en un mundo difícil.

Una mañana me llamó. A través del celular pude inferir que algo importante quería decirme. Cuando llegué a su casa, mi capacidad de sorpresa tuvo un impacto muy fuerte. Me recibió con una sonrisa tan amplia como el horizonte… pero a veinte centímetros del piso. Ella volaba. Así como te lo cuento, no me pidas explicaciones: había encontrado la forma de despegarse del suelo y moverse por todos los ambientes, sin perder estabilidad, sin rozar objetos ni dejar marcas. Se desplazaba sonriente, en una especie de danza perfectamente sincronizada. 

En un momento dado, cuando todavía no había logrado abandonar mi estado de asombro, me invitó a dar un paseo por el aire. Sin que yo acordara nada, sin que siquiera alcanzara a deslizar un monosílabo, me tomó de la mano y me arrastró en un vuelo mágico que no figuraba ni en mis sueños más exagerados. De a poco, levantamos vuelo, al principio a escasos centímetros del piso, pero luego a grandes alturas. Sobrevolamos los jardines del vecindario, la plaza frente a su casa, la calle principal del barrio. Dimos volteretas inexplicables, hicimos tirabuzones como los viejos aviones a chorro, nos mezclamos con las nubes, acariciamos laderas de cerros inmaculados, respiramos un aire puro y sumiso. Volamos como si fuéramos ángeles, o panaderos agitados por el viento, o plumas sin destino. Volamos como pájaros enamorados.

No me pidas que te explique cómo lo hizo. Nunca logré que me dijera su secreto.

Solo puedo jurarte que esa tarde, con ella, este cuerpo sencillo que corona mi alma simplemente voló.