El filatelista

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Ilustración: Pini Arpino.

Los viejos sueños eran buenos sueños. No todos se cumplieron, pero me alegra haberlos tenido”, dice Clint Eastwood en Los puentes de Madison. A veces, recuperar esos sueños no es difícil. Basta con acomodar dos o tres neuronas con ganas de nostalgiar y sacarlas de su estado remolón para que activen la máquina de producir recuerdos. 

A los siete años, tuve el sueño de ser el mejor filatelista. Junto a dos primos, arrancamos con las estampillas caseras que había en cualquier rincón. No quedó pariente sin visitar ni amigo sin manguear. Empezamos con las de Argentina, nos llenamos de Sarmiento, Roca, San Martín, Perón, Evita. Todos los sellos postales tenían valor y dábamos la vida por uno difícil. En mi pueblo había pocos embanderados con la causa, y el sistema de canje se agotó rápidamente. Entonces nos hicimos socios del Centro Filatélico Río Cuarto, que nos garantizaba cada estampilla con el sello del día de emisión. Una hoja completa tamaño oficio con la estampilla lanzada y un certificado de autenticidad. Lujo total.

Después vino la compra de sellos de países raros: Indias Holandesas, Ceilán, Birmania, Yugoslavia, Antillas Orientales. Uno de mis hermanos colaboraba escribiendo en letra gótica el nombre del país en cada hoja del álbum. Tardamos 12 años en saber que Österreich era, en realidad, Austria, la patria de nuestros abuelos; que Neederland era Holanda, que Deutschland era Alemania y, preparate, que Československá Socialistická significaba Checoslovaquia. Ni idea dónde estaban, solo conocíamos cuatro o cinco países por las películas que daban en el cine. 

“Todos los sellos postales tenían valor y dábamos la vida por uno difícil”.

Mi pasión por las estampillas fue tal que empecé a estudiar esperanto para poder escribirle cartas a la comunidad esperantista del mundo –tal como hacía mi tío Juan– y recoger los sellos de cada sobre. Envié algunas, tuve respuestas de varios europeos voluntariosos y junté unos sellos más. Sin embargo, duré poco con el idioma. Me quedaron algunas palabras que ahora no puedo intercambiar con nadie. “Hola” en esperanto es saluton, “buenos días” se dice bonan matenon y “¿cómo estás?” se pregunta Kio estas via nomo? Demasiado para un pibe. 

En esa etapa tuve más sueños. Fui parte de la generación Bidú. Crecí con los Beatles, pero bailaba con El Club del Clan y cantaba canciones de Leo Dan. Con mis amigos, en los bailes patronales gastábamos tacos corriendo tras el escenario donde tocaban Feliciano Brunelli o el Cuarteto Leo, mientras algunos adelantados fumaban Saratoga y Clifton en la oscuridad. Jugábamos a las figuritas, comíamos caramelos Misky y maní japonés, escondíamos el chocolate Suflair para no convidar y los sábados a la tarde esperábamos el ranking de los diez más escuchados por la radio. En esos sueños hacíamos carreritas de bicis en el bulevar, corríamos tras la pelota en la canchita del cura, remontábamos el arroyo buscando al gran pez, nos peleábamos a cascotazos con la banda de la otra cuadra y nos enamorábamos perdidamente de la chica equivocada una y otra vez.

¿Dónde habrá ido a parar mi álbum de estampillas…? De mis viejos sueños de filatelista sobreviven aquellas sensaciones, cuando éramos 15 o 20 amigos enviando suspiros a la luna. Pensábamos que íbamos a ser así para siempre. No pudimos, pero qué lindo fue haberlo pensado.