Sobremesas

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Quizás la primera sobremesa notable de la historia occidental haya ocurrido en Canaan, durante unas bodas que pasarían a la historia, cuando Jesús, tras proveer multiplicado el pan, el vino y el pescado a pedido de María, se dirigió a los comensales dejando pasar el prudencial tiempo entre la comida y la recuperación de la capacidad de entendimiento.

Pero la más célebre y recordada fue la última cena, que compartieron Jesús y sus apóstoles. La escena inmortalizada por Leonardo inauguró probablemente la costumbre de los sabrosos diálogos entre los restos de comida y la saciedad de las necesidades primarias.

Fueron los romanos los que llevaron la costumbre de la sobremesa al paroxismo. Los emperadores y sus invitados cenaban en cómodos divanes los más exquisitos manjares, libaban los más ricos vinos de Hispania y Lutecia, y tras la embriaguez llegaban los poetas griegos, los acróbatas, los actores y los bailarines.

La caída del Imperio romano de Occidente a fines del siglo V provocó la decadencia de la vida urbana. Las invasiones bárbaras arrasaron las ciudades. Fue con la aparición del feudalismo, con la vuelta al lujo impulsado por las novedades del Oriente introducidas por el forzoso intercambio cultural de las cruzadas a partir del siglo XI, que se volvió a instalar la vieja costumbre del banquete y de la sobremesa, en general adornada por conciertos y torneos entre caballeros.

Con el Renacimiento y el aumento del poder de la burguesía en las ciudades-estado italianas, el refinamiento en la cocina se fue tornando un motivo de competencia entre las grandes familias, como los Medici y los Sforza. Es cierto que todavía quedaba un largo camino para instalar los buenos modales en la mesa, como nos cuenta Leonardo da Vinci: “La costumbre de mi señor Ludovico Sforza de amarrar conejos adornados con cintas a las sillas de los convidados a su mesa, de manera que puedan limpiarse las manos impregnadas de grasa sobre los lomos de las bestias, se me antoja impropia del tiempo y la época en que vivimos”.

Llegaron con el tiempo Luis XIV, Versalles y sus sobremesas de lujo. La Revolución francesa derivó en el Imperio napoleónico y su estilo de vida en el que la mesa y la sobremesa adquirieron un carácter central. 

Entre nosotros, el general San Martín solía elegir la sobremesa para departir con sus colaboradores temas claves del gobierno. Uno de ellos, Manuel de Olazábal, cuenta la siguiente anécdota: “En el momento en que entré, me preguntó: ‘¿A que no adivina usted lo que estoy haciendo? Hoy tendré a la mesa a Mosquera, Arcos y a usted, y a los postres pediré estas botellas y usted verá lo que somos los americanos, que en todo damos preferencia al extranjero. A estas botellas de vino de Málaga, les he puesto «de Mendoza», y a las de aquí, «de Málaga»’. Efectivamente, después de la comida, San Martín pidió los vinos diciendo: ‘Vamos a ver si están ustedes conformes conmigo sobre la supremacía de mi mendocino’. Se sirvió primero el de Málaga con el rótulo «Mendoza». Los convidados dijeron, a lo más, que era un rico vino, pero que le faltaba fragancia. Enseguida, se llenaron nuevas copas con el del letrero «Málaga», pero que era de Mendoza. Al momento prorrumpieron los dos diciendo: ‘¡Oh!, hay una inmensa diferencia, esto es exquisito, no hay punto de comparación…’. El general soltó la risa y les lanzó: ‘Caballeros, ustedes de vinos no entienden un diablo, y se dejan alucinar por rótulos extranjeros’, y enseguida les contó la trampa que había hecho”.1

Cada vez hay menos tiempo para la sobremesa, para la charla fructífera con la familia o los amigos; los celulares o la televisión parecen ser más importantes. Quizás valga la pena aprender de la historia y disfrutar de los dos momentos de los que se compone el compartir una comida, el placer de comer y el placer de intercambiar ideas e impresiones, como hacían nuestros antepasados. 

1 José Luis Busaniche, San Martín visto por sus contemporáneos, Buenos Aires, Solar, 1942.