Daniel Gil:
“El surf es uno de los amores más grandes de mi vida”

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Pionero del surf en la Argentina, en el agua encuentra mucho más que una actividad física: una verdad que lo acerca a su divinidad.

Por Juan Martínez
Foto Gentileza Daniel Gil

Surfeé cientos de miles de olas y creo que me acuerdo de todas. Al principio te olvidás, cuando terminás el día no las recordás, pero después te empiezan a venir a la memoria”.

Daniel Gil surfeó la primera de esas miles de olas cuando tenía 16 años. Poco antes se había enterado de la existencia de este deporte, cuando, sentado en una esquina de Miami, un póster del legendario Greg Noll domando una ola lo flechó. Entró al local y leyó, detrás de una cruz de malta, la frase “I am a surfer”, que lo define desde entonces. Fue él quien trajo este deporte al país cuando nadie lo conocía. Tanto lo ama que inevitablemente sus diez hijos terminaron dedicándose a él, ganando campeonatos por todas partes. El último de ellos, incluso, se llama “Surfiel”: “Es una palabra que inventé yo. Me costó mucha plata y muchos trámites que el juez me permitiera ponerle ese nombre. ‘Surf’ quiere decir ‘rompiente’; ‘-iel’, ‘de Dios’. Surfiel es la rompiente de Dios, la ola divina. Yo digo que es el ángel que cuida a los surfers de todos los peligros, donde vayan”.

¿Qué encontrás en el agua?

Una verdad. Es una emoción terrible. Yo me dedico a esto porque creo que darse cuenta de que es posible conseguir lo que se quiere de acuerdo con cómo se vibra es lo mejor que le puede pasar a una persona en la vida, después de encontrarse con Dios. Cuando encontrás esa verdad, sos libre y te convertís en lo que pensás, te das cuenta de que sos un ser cocreador con Dios. El agua es energía pura y te cambia los iones, te estabiliza los positivos con los negativos. Los surfers vivimos revolcándonos y nos purificamos una y otra vez. Nos cambia el pensamiento y el corazón.

¿Qué se siente cuando uno entra al agua y se enfrenta a una ola?

¿Cómo explicás el crecimiento de un amor? Es como un gigante que te crece. Este es uno de los amores más grandes de tu vida, ese que te salva de todo y nunca te falla. Siempre está ahí. Una de las primeras virtudes que te da es la paciencia, que es la ciencia de la paz: hay que saber esperar. Cuando te toca moverte, lo hacés como un loco, salís picando como si te corrieran los tiburones, pero antes tenés que estar paciente y expectante. Debés tener valor y seguridad, animarte a la ola, pararte como para salir volando. Cuando ves que podés, te serenás, y esa es otra virtud. Estás frente a una pared que se mueve, que es líquida, y vas parado arriba de una tabla totalmente inestable, deslizando por una superficie que cambia en cada milésima de segundo. Tenés que pensar para dónde vas a agarrar, qué hacés con los tobillos, cómo reaccionás. Son muchas cosas.

“Quiero pensar que con todo lo que me revolqué en el agua ya me purifiqué y estoy para ascender”.

¿Hasta cuándo te ves arriba de una tabla?

No sé. Mirá, en el 99 una empresa me invitó a California a una feria mundial de surf. Ahí conocí a Greg Noll y a un montón de legendarios, los héroes de mi época, que hoy deben tener 80 años. Y estuve con un viejito, un hawaiano. Yo en ese momento tendría 54 años; y él, 80. En el 2003, leo “Falleció Rabbit Kekai, surfeando, a los 107 años”. No me daban los números, y resulta que era el padre del que conocí yo. ¡Todavía surfeaba y se murió haciéndolo!

¿Es una muerte ideal, para vos?

Con la muerte el tema es no sufrir, y tener tiempo de ofrecer tu alma a Dios en ese momento, de estar consciente para decir “Señor, voy”. Ser consciente de lo que te está pasando. No es que te morís, es un cambio, es como ponerte otras pilchas para ir a una fiesta a la noche: terminaste el día de laburo, te bañaste y te cambiás la ropa, te convertís en un cuerpo brillante, de luz o de lo que hayas sido. Te convertís en eso. La conciencia sigue viviendo, la muerte no existe. Lo que se muere es el cuerpo, es como un pantalón roto, tiene una vida útil. La esencia del ser, el alma, la conciencia, eso no muere nunca, sigue eternamente.

¿Preferirías que ese paso se diera en el agua?

Yo preferiría que no se diera, porque hay formas de ascender sin morir. Jesús ascendió, lo vieron subir, y otros maestros también. La vibración va tan rápido cuando estás enchufado, tenés tanta energía que te transformás en un ser lumínico, no tenés más lastre en la bolsa y subís. No te morís. Eso lo hacés después de varias vidas y varios cambios, porque tenés que ir limpiándote para ser maestro de ascensión. Ahí no nacés ni morís más. Quiero pensar que con todo lo que me revolqué en el agua ya me purifiqué y estoy para ascender, pero no lo sé, no me animo a juzgarme a mí mismo. Si me toca otra vida, entraré más limpio todavía.

 

HIJOS

“Como padres, tenemos la obligación de tratar de que nuestros hijos nos superen y sean nueve veces mejores que nosotros. Que digan ’Mirá qué bien estuvo este, tuvo hijos y los educó bien, valió la pena‘ –afirma–. Y valió la pena. Yo les pasé unos cuantos virus: el amor, la espiritualidad, el arte, el deporte, ser representante de uno mismo, reconocer la divinidad que tenemos adentro, como dioses que somos de nuestra mente, nuestro cuerpo, nuestro mundo y nuestros asuntos. Y también les dejé el surf. La otra vez una de mis hijas dijo: ‘La tabla para nosotros era como la pelota para todo el mundo’… Crecieron con la tabla bajo el brazo, es la realidad”.