Carola Besasso: “Hay algo de la niñez que asocio a la felicidad”

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La ilustradora y diseñadora que se formó en Holanda cumplió dos décadas al frente de DAM, uno de los primeros locales de Palermo, Buenos Aires, que fue testigo de la metamorfosis barrial.

Por Cata Greloni Pierri Foto Patricio Peréz

En la esquina de Callao y Juncal, en el barrio porteño de Recoleta, le gritaron “¡Grasa!” por primera vez a los diez años. Iba vestida, de pies a cabeza, de escocés verde, azul y negro, con una boina y una capa. Antes de irse de su casa, también le habían preguntado si saldría así. “Ese momento fue simbólico en mi vida, porque entendí que me iba a tener que bancar las balas por mi forma de ser”, explica Carola Besasso (50), la artista plástica que devino en diseñadora después de más de 20 años en el oficio. A los 18 años dejó de llamar la atención, pero no por empezar a vestirse de manera más uniformada, sino porque cambió su barrio de Palermo por el suelo holandés. Allí fue a estudiar Bellas Artes y comprendió la libertad de expresión que se respiraba en esa ciudad. “En Ámsterdam experimentaba mucho más con la forma de vestirme y acá no me animo tanto, porque es muy fuerte la mirada desaprobatoria del otro”, agrega.

  • ¿Cómo surgió DAM?

A los 18 años me fui a Ámsterdam con amigas y me enamoré de un chico y de la ciudad. Me quedé a vivir allá y estudié Bellas Artes. Es increíble la forma de enseñanza, porque es muy libre, de independencia absoluta. Siempre fui de seguir novios por el mundo; y después de separarme del europeo y de volver a la Argentina fundé DAM en 1999, porque me di cuenta de que mi profesión no sería arte plástico, aunque me encanta como forma de expresión. Ese año me compré una casa muy barata en Palermo, un barrio que era de mecánicos. La idea era vivir ahí, tener un espacio para crear y que funcionara como un almacén de ropa y objetos que me dejaban amigos en consignación.

  • ¿Tu familia tenía alguna relación con la moda?

Sí, pero nunca pensé en esta relación de forma tan consciente. Mi abuela paterna, América, era modista; y su padre, sastre de Harrods. Además, mi mamá se casó con un escenógrafo que era muy amigo de una de las primeras diseñadoras argentinas, Rosita Bailón, y ella le regaló ropa de su tienda, Madame Frou Frou, que todavía conservo y atesoro. Me acuerdo de ir de chica a su negocio; para mí, ella era lo máximo. Aún tengo un enterito de raso plateado tipo astronauta y un vestido dorado con todos volados del estilo de Carmen Miranda. Cuando abrí DAM, quería que se pareciera a su tienda: rara, fuera de los registros.

  • ¿Cómo comenzaste a diseñar?

Nunca había hecho ropa en mi vida, pero lo único que sabía era que quería abrir un lugar donde se priorizara la creatividad. Traía ropa usada de Ámsterdam, muchos amigos empezaron a ofrecerme sus productos, que dejaban en consignación, y yo administraba el boliche, en plena época de la Bond Street. Palermo era muy relajado al principio, podías hacer lo que quisieras. Tenía una vidriera muy grande, de más de dos metros de ancho, donde hacía intervenciones en libertad total. Todavía no existía esa presión de la configuración de un barrio de ropa comercial. Entonces, ponía macetas y muñequitos, carteras. En el 2000, cuando empezaron a llegar más marcas, me agarró pánico, porque me sentí expuesta y exigida por el entorno comercial, y me puse las pilas para aprender a hacer ropa. Fue muy orgánico, porque de a poquito comencé a hacer moldes, a cortar las primeras prendas, y recién a los diez años de la marca pasé de ser un local de prendas vintage a tener mis propias colecciones.

“Necesito que mi trabajo sea coherente con lo que profeso en la vida”.

  • ¿Cómo definirías la identidad de tu marca?

DAM es lúdica, naíf, colorida y estampada. Uso las ilustraciones, que realizo a mano, con el fin de buscar un mundo ideal donde los dibujos de chicas se mezclan con estampas de base. Hay una constante en la moldería retro, que viene de batones y vestidos de los 50. Esta temporada, por ejemplo, hay telas africanas que compré en Europa mezcladas con otras con mis ilustraciones de niñas felices y unas monoprendas con estampas del mago de Oz. El logo de la marca ya tiene 20 años y es una niña colorada que se mantiene vigente, real. Hay algo de la niñez que yo asocio a la felicidad. Me atrae mucho la inocencia de la gente antes de descubrir que la vida se pone áspera.

  • Tu proceso de producción se caracteriza además por ser pequeño y artesanal…

Sí, me interesa mantenerlo en una escala chica, para que toda la producción esté al alcance de mi mano, excepto en la venta. Tengo una sola costurera que trabaja conmigo hace 14 años y eso no lo cambio por nada ni está en mis planes hacerlo. No quiero que el negocio y la producción me consuman la vida. Por ejemplo, no tengo la producción de invierno a tiempo porque me fui de viaje, y no pasa nada. Cuando era más joven, sentía que debía hacer todo lo que hacían los demás: la foto de campaña, de producto, el desfile. Ahora hago lo que quiero, y sigue siendo rentable, porque la estructura es pequeña y la tengo bajo control.

  • Es decir que, además, es sustentable.

Este trabajo es una continuidad de la vida que quiero llevar. Los valores que siento que transmito a través del diseño tienen que ver con lo amoroso y lo vincular. Si vos hacés algo con lo que te conectás, va a vincularse con los otros sí o sí. Si producís algo real y sincero, garpa. Tengo un conflicto moral: necesito que mi trabajo sea coherente con lo que profeso en la vida. No me interesa hacer grandes cantidades de ropa ni generar toneladas de basura, porque tampoco creo en el consumo loco. Ya fue ese paradigma, me da asco y me parece una estupidez atómica, porque hay una crisis tremenda y debemos generar conciencia de sentido. Necesito un vínculo afectivo con lo que produzco, y esos vínculos personales se cierran con las personas que compran las prendas.

CAMINO SEGURO AL ANDAR

“En estos 20 años aprendí a creer en mi forma de hacer las cosas, a buscar una manera distinta de llevarlas a cabo, mirando para adentro y confiando más”, reflexiona la creadora, y comenta que, con los años, cada vez encontró una mayor seguridad en los ritmos internos, a veces muy distintos de los que imponen la moda y las tendencias. “Busco no seguir a la manada; en la Argentina hay mucha presión con el deber ser social, familiar, cultural, y a la gente le resulta cómodo salir toda igual vestida, además de tener que responder a muchos decretos. Por eso me fui a vivir afuera y abrí DAM, para reinventarme, disfrazarme y experimentar”, concluye.