Oscar Aníbal Pini: Salvando vidas

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Fue el primer universitario de su familia. Migró del campo a la ciudad por su pasión de cuidar a la gente. Hoy dirige la UTI del hospital de Paso de los Libres.

En Colonia Timbó, un pueblito a 37 kilómetros de Goya, en la provincia de Corrientes, Oscar, el quinto de ocho hermanos, agarraba naranjas y las inyectaba con agua, simulando que las vacunaba. Sus primas enfermeras le regalaban insumos médicos, y él practicaba con las frutas lo que soñaba hacer de grande con animales.

El tiempo cambió sus deseos de veterinario por los de médico intensivista: lo suyo siempre fue cuidar a las personas, desde la época en la que ayudaba a su abuela a bañarse. “Me gustaba ver a la gente bien, atenderla”, recuerda.

Terminó la secundaria y se fue a la ciudad a estudiar Medicina. Fue el primero de su familia en irse del pueblo y buscar un futuro fuera del campo. No pensaba en términos de progreso, solo le interesaba ayudar a la gente. En una caja metió un plato, una taza, un tenedor, una cuchara, un cuchillo, una pequeña olla y la poca ropa que tenía. Eso más la bici con la que se trasladó a Goya eran todas sus posesiones.

Consiguió trabajo en un supermercado, ayudando a los clientes a descargar los changuitos y acomodar las compras en el baúl del auto. Con las propinas, pagaba la pensión en la que vivía y compraba algo de comida. Los viernes hacía trámites para los dueños del supermercado por un dinero extra. “La plata nunca me interesó. Debo ser el médico más pobre del hospital. Tengo mis comodidades, porque las fui haciendo en más de treinta años de trabajo, pero mi pasión es la medicina. A veces atiendo pacientes y no les cobro nada, prefiero que se compren un kilo de pan, un pedazo de carne”, asegura el jefe de la Unidad de Terapia Intensiva del Hospital San José, en Paso de los Libres, Corrientes.

En ese puesto, con menos de un año en la ciudad, lo agarró la pandemia. Ante los contagios de los directores del hospital, quedó a cargo durante un tiempo. Formó el equipo de Infectología, sistematizó algunas tareas y desde la UTI se enfrentó a los efectos más duros que dejó el virus durante 2020 y 2021. “Fui como un soldado que va a la guerra: sabía que podía morir, pero la convicción médica es más fuerte. Me infecté tres veces, aunque tomaba todos los recaudos necesarios. He hecho traqueotomías, ventilación prolongada, utilicé la modalidad de ventilación y pronación. Todo. Tuve gente muy grave que conseguí sacarla y hoy está caminando por la calle”, se enorgullece.

Se emociona al hablar del reencuentro con alguien a quien salvó, al revivir los abrazos que recibe de esas personas, los regalos que eventualmente le llegan como agradecimiento. En ese momento, el esfuerzo se paga solo. La satisfacción de haber colaborado en la continuidad de una vida es lo que lo motiva día a día.

Y a veces, también le toca enfrentar el dolor de la muerte: “Siento mucho esas pérdidas. Siempre me pongo en el lugar del familiar, intento contenerlo. Hace poco se me murió una señora que estaba muy grave, con un ACV isquémico temporo-parieto-occipital. Me abracé con su familia. Siento por cada paciente el mismo cariño que por mi madre y mi padre. A mi madre la tuve internada hace un tiempo, la atendí, le hice un catéter central, la intubé, la ventilé, le saqué el respirador, le di el alta con el amor y la dedicación de siempre”.

Alterna sus días entre Paso de los Libres y la ciudad de Corrientes, donde vive. En sus ratos libres, toca el bandoneón, el acordeón y la guitarra. Le gusta mucho el chamamé, lee partituras y eventualmente se junta a charlar y tocar con sus profesores. Allí recuerda las épocas en las que, a los cuatro años, fabricaba acordeones de papel, pegaba los fuelles con engrudo, les agregaba blísteres de pastillas para simular las teclas y hacía el sonido de las canciones con la boca. Ese niño, el mismo que vacunaba naranjas, sigue muy vivo dentro de él.