Mariana Carrizo: El despliegue del cóndor

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Reconocida y celebrada internacionalmente, la coplera Mariana Carrizo lleva consigo siempre el clima del pueblito donde se crio. Revolucionaria y, al mismo tiempo, tradicionalista, es una fuerza natural que deja huella por donde pasa.

Foto Baltazar Sagarnaga

En los últimos meses, Mariana Carrizo recorrió escenarios de la Argentina, Francia, España, México, Bélgica, Portugal, Suecia y Suiza. Con 40 años, lleva más de 30 en una carrera que no tuvo pretensiones de iniciar. Ella, desde chica, solo quería cantar. En Angastaco, una pequeña localidad salteña de menos de mil habitantes, donde no tenía luz eléctrica, recorría los cerros junto a su abuela y cantaba para musicalizar esas largas jornadas.

“Yo no pensé esto como una carrera. Para mí no era más que cumplir el sueño de cantar lo que me gustaba y lo que pertenecía a mi cultura”, recuerda Mariana, que desde el comienzo se acostumbró a hacerse un espacio a fuerza de insistencia. Iba a los eventos a pedir que la dejaran ser parte, que le dieran un ratito de escenario, y cuando obtenía un lugar, le tocaba pedir permiso en su casa, algo que no siempre conseguía: “Siempre sentí esa injusticia que me molestaba: si yo quería hacer algo, tenía que pasar por la autorización de la figura del padre, del jefe de mi familia. Mi madre no contaba. Si bien ella me ayudaba en algunas cosas, no tenía voz ni voto. Eso para mí era una injusticia. Lo sentí y lo expresé”, cuenta.

La crianza con su abuela, la fuerza que veía en ella y el ejemplo de que un hogar sin un patriarca era posible fueron sus primeras aproximaciones a un feminismo que la identifica y la tiene como referente. “Mi abuela era una mujer sola, entonces dirigía su vida. Ella nos enseñó que todos teníamos derecho a estar bien y como a nosotros nos gustara. Como decidiéramos. Yo debo ser su mejor alumna”, dice con picardía.

Ese uso lúdico de las palabras lo exhibe en cada una de sus coplas. En ellas, ablanda al público con algo de humor, antes de asestar un par de piñas en forma de verdades incómodas. “Mi arma siempre fue la copla. Dentro de esa copla yo sé que tengo una aliada para expresar lo que siento. Es un método de supervivencia. En esto de sobrevivir uno se va haciendo de sus propias reglas”, asegura. 

Convencida de que el machismo impregna casi todos los ámbitos, incluyendo el folklore, reconoce que consiguió generar respeto entre sus colegas. Dispuesta a poner todo de su parte para continuar generando un cambio que por estos años se hizo más visible, no demoniza al otro, sino que logra comprenderlo: “Hay mucha gente que no es machista por mala, sino porque eso es lo que se le puso como chip desde siempre y no logra cambiarlo. Creo que el hombre que se da cuenta de que estuvo viviendo en un sistema como el patriarcado no elige quedarse ahí. Cuesta cambiar todo, pero soy optimista. Todos, todo el tiempo, tenemos que cambiar cosas, transformarnos”, analiza.

Por estos días, Mariana se encuentra trabajando en el que será su primer disco de estudio después de diez años. Pero va a ser más que eso: el proyecto es un libro sonoro que incluirá también un documental dirigido por su hija, Fidela Carrasco. Además, sigue con otra de sus actividades, la de divulgadora del canto ancestral de la copla, un legado cultural que recibió y que siente la misión de continuar.

Ese legado se corporiza en un ritual, una ceremonia en la que una región y una cultura se hacen presentes a través del filtro de la artista: “Cuando estoy lejos, en otro país, donde hablan otro idioma, trato de llevar mi canto a una postal. Es meterme dentro de una postal, la de mi lugar de origen, y cantar para trasladar ahí a la persona que está escuchando”, confiesa Mariana.

Ahí se produce una conexión “de espíritu a espíritu”, un abrazo colectivo, un roce de almas. Esa es la búsqueda: “Quiero que lo que estoy haciendo acaricie el alma de la persona que lo está recibiendo. Uno intenta lograr ese momento de trance. Porque es eso lo que sucede: un trance espiritual”, analiza.

Al principio de todo, en el origen del camino que la trajo hasta aquí, Mariana pastoreaba por los cerros junto a su abuela. Para amenizar el momento, cantaba. E imaginaba: miraba a los cóndores en lo alto del cielo y fantaseaba con alcanzarlos con su canto, para que la viniesen a buscar. De algún modo, lo consiguió: “Subir a un escenario y poder cantar me da alegría. Cuando canté en un escenario por primera vez, a los ocho años, sentí que había llegado donde ellos estaban volando. Fue una sensación muy alta, y me pasa cada vez que subo a un escenario. Es el despliegue del cóndor”.