MARY B.

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A partir de un personaje secundario de Orgullo y prejuicio, Katherine J. Chen escribió una novela fascinante que renueva el mundo de Jane Austen. Aquí, un adelanto.

Una niña no crece sabiendo que es fea o aburrida o una completa tonta hasta que el accidente de algún acontecimiento le llega a revelar estas desdichadas verdades. Mi hermana mayor, Jane, no supo que era la respuesta de Hertfordshire a Helena de Troya hasta que no estuvo bien entrada en la adolescencia. Caminando con el resto de sus hermanas, ataviada con un nuevo vestido rosa, atrajo la atención de dos jóvenes que habían estado luchando y que de repente se detuvieron para mirarla embobados como animales que por primera vez miran el cielo y descubren el sol.

Desde temprana edad, Jane había sido elevada por nuestra madre, entre la gente vulgar de Hertfordshire, a un rango de divinidad tan alto como la falsa modestia lo permitía, mientras papá nunca tuvo escrúpulos para demostrar su preferencia por Lizzy, su segunda hija. En apariencia, es verdad que Lizzy nunca poseyó la elegancia natural y la afabilidad con las que su hermana había sido bendecida. Prefería saltar a caminar, los senderos de tierra a los caminos pavimentados, y el olor de la tierra húmeda a cualquier fragancia que pudiera embotellarse. Pero lo que le faltaba de belleza convencional era ampliamente compensado por un temperamento abierto y vehemente que hacía cualquier conversación con ella totalmente vivaz y entretenida.

Por lo tanto, se reconoció, mucho antes de que mis hermanas menores y yo pudiéramos intervenir en el asunto, que la belleza, la bondad y la inteligencia se habían concentrado desproporcionadamente en las dos mayores, y que faltaban lamentablemente en las tres siguientes; es decir que a mí me había tocado una apariencia tan poco atractiva que no tenía rival en toda la zona, y a Kitty y a Lydia una obstinada propensión a la ignorancia, que las exponía continuamente al ridículo, sin que ellas siquiera advirtieran ese hecho.

Les contaré la historia de cómo supe que yo era poco agraciada, y por lo tanto estaba desprovista de la única virtud que todas las mujeres añoran tener por encima de las otras, siempre que les resulte posible. Una mujer fea, a menos que tenga un título y riqueza propia, siempre se encontrará en una posición de extrema desventaja con respecto a sus pares más atractivas, y esa deficiencia la acosará hasta que alcance la edad en la que, por estar marchita y lisiada, se la excusará de su fealdad. Puedo dar fe de los numerosos prejuicios mezquinos que sufrirá a manos de individuos a los que nunca ha perjudicado o a los que ni siquiera ha conocido antes, como el carnicero que, por el mismo dinero, preferirá guardar el mejor corte de carne para una cliente más atractiva o la resentida criada que aceptará el abuso de una bella patrona, aunque la ofenda sufrir el mismo trato de una dueña de casa fea.

Descubrí mi fealdad antes de haber estado una década en esta tierra. El incidente ocurrió en una pequeña espesura que antes bordeaba la modesta propiedad de mi familia y que ocultaba toda vista de la casa en cuanto una la atravesaba. Alguien –probablemente Lizzy– propuso un juego de persecución, y no pasó mucho tiempo antes de que el bosquecillo se estremeciera con nuestros aullidos de risa. De todas nosotras, Lizzy era con mucho la mejor corredora, porque tenía largos brazos y piernas que cubrían una asombrosa distancia, y podía saltar a través de un espacio de más de dos pies de ancho sin desgarrar ninguna parte de su vestido. Cuando corría, sus negras botas atravesaban la tierra con tanta intensidad como los cascos hendidos de los ciervos que saltan, desde el nacimiento, con espontánea elegancia.

Katherine J. Chen
Katherine J. Chen se graduó en Letras en Princeton, en el año 2012. Estando en la universidad realizó también cursos en Escritura Creativa y Estudios sobre Asia. En la actualidad escribe para diferentes sitios web y revistas on-line.