Dormir temprano

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Hernán Carbonel. (Seudónimo: Serrano).

 

(Seudónimo: Serrano)

Se acuestan temprano porque lo necesitan; el cuerpo se los pide.

El trayecto ha sido largo –la primera parada recién en Rio Cuarto, el atisbo de tormenta una vez entraron en las sierras, el calor, las múltiples curvas– y esa tarde, en vez de desarmar los bolsos, dormir la siesta y aclimatarse a los ritmos que la cabaña les proponía –bucear en las alacenas, tantear la calidad de las sábanas–, habían decidido comenzar a recorrer los alrededores.

Ahora, los dos en la cama, el ventilador de techo prendido, ella en prendas íntimas color caoba y él todavía con las bermudas puestas, se han tomado un respiro. Ella lee a Murakami. Él ojea páginas web de deportes en teléfono. Pero, en realidad, y a riesgo uno de equivocarse, podría decirse que ni ella presta atención a las páginas del libro ni él termina de comprender qué es lo que sucede en el mercado de pases de jugadores. Ella, podría arriesgarse, piensa si hay posibilidades de que él realmente pueda descubrir aquello en lo que ella piensa; él, por su parte, piensa en si ella estará pensando en aquello que él cree que está pensando.

Es un rato, nada más, y uno de los dos apaga la luz y deja el ventilador de techo prendido, y al instante la habitación de la cabaña, que han pagado con confianza y que aún no saben si los defraudará o llegará a satisfacerlos, queda amparada por un manto de silencio y tenue oscuridad, apenas apaciguados por el farol ocre de una casa cercana y el obstinado canto de los grillos.

 

Esa tarde, ni bien terminaron de bajar los bolsos y darse una ducha, fueron hasta el almacén del pueblito más cercano. Una vez se hicieron de provisiones, preguntaron cuál era el arroyo más cercano. Volvieron a la cabaña, bajaron los víveres y cargaron en las mochilas lo mínimo y necesario.

El camino era ripioso y empinado.

-No llegamos más –dijo él cuando ya habían hecho un buen tramo.

-Tranquilo –recetó ella.

-Pero, ¿dónde es? El tipo dijo quinientos o seiscientos metros.

-¿Y cuánto vamos?

-No sé.

-Entonces…

-Entonces qué. Se corta el freno o el embrague y terminamos con el auto de sombrero.

No terminaba de hablar cuando vio que, a un lado, el camino se abría en un claro bajo unos árboles. Sin pensarlo dobló, buscó una sombra suave y estacionó. Ahí nomás les llegó el murmullo del agua: era como una música de fondo que se sostenía en el aire, sutil y persistente. Ella abrió la puerta de auto, dio unos pocos pasos, buscó con la vista hacia adelante y dijo:

-Ahí está el arroyo.

Acá habría que decir lo que él sintió, y lo que él sintió fue que, una vez más, se había dejado ganar por el arrebato, por la conjetura vacía; que ella, como siempre, más paciente, más reconcentrada, se apartaba del asunto y terminaba así dando en el centro de la cosa.

Era un arroyo pedregoso, como todos los de las sierras. Poco profundo, corría lento, perseverante. Alguien había construido, al pie de una playada natural de tierra y césped, una represa con grandes rocas, por lo cual se había formado una pileta en la que entraban tranquilamente los dos, el agua por encima de la cintura cuando se sentaran. Después caminaron unos metros por un sendero que iba a perderse, al otro lado del arroyo, en un puente artesanal de troncos y maderas, frente a una tranquerita que llevaba, por un camino escarpado de lajas, a una casa de la cual se veía sólo un techo de tejas.

-Estos se compraron el paraíso –murmuró él, antes de emprender el regreso. Al volver vieron que había otro auto estacionado bajo los árboles y una pareja, de más o menos la misma edad que ellos, sentada en la playada de cara al arroyo. Parecían desentendidos del entorno. La mujer llevaba un short de jean desflecado y una musculosa, el hombre, bermudas y una remera batik.

-¿Hacemos unos mates? –preguntó el de manera retórica, mientras iba hasta el auto por las mochilas.

El espacio que les quedaba en la playada era ahora más acotado, pero de todos modos tendieron una manta en el suelo, saludaron como una formalidad y prepararon la merienda.

Fue el hombre de la otra pareja el que, minutos después, inició el dialogo:

-Hola, ¿de dónde son?

-Hola –dijo ella–, Pergamino. ¿Ustedes?

-Conurbano. Zona sur. Quilmes. ¿Llegaron hace mucho?

-Hoy –siguió ella–, esta es nuestra primera excursión.

-Qué coincidencia, nosotros también. ¿Y dónde están parando?

-En unas cabañas en La Población. Jaleo, o algo así, se llaman.

-Ah, estamos cerca entonces. Nosotros acá nomás, donde termina el camino, en Loma Bola.

Siguieron la charla por temas más o menos sustanciales o insípidos, cada pareja con sus mates o sus comestibles, por un rato, hasta que la chica de la otra pareja se puso de pie, se quitó el short, la bombacha y la musculosa, y metió los pies en el agua. Giró, miró a su novio, extendió la mano y dijo: “¿Venís?”. También él se quitó la ropa, entró al arroyo y se instalaron en la olla natural delineada por las grandes rocas. Hablaban por lo bajo, buscaban hacerse cosquillas, sonreían.

Acá podríamos detenernos y aventurar lo atónito, lo extasiado que quedó él ante aquella imagen: las piernas delineadas, las caderas más bien anchas, las nalgas firmes, la tonalidad blanquecina de la piel. Un inmejorable primer plano que se recortaba frente al bosquecito que oficiaba de fondo. Incluso podríamos ir más allá y sospechar que ese recorte, ese enfoque en tres dimensiones, pudo haberle recordado el Desnudo en el agua de Salvador Dalí o alguna escena imprecisa de La laguna azul. No sería del todo desacertado que lo pensáramos, ya que apenas pudo apartar la vista de aquella figura, descubrió que ella lo miraba fija, intensamente.

-Se te fueron los ojos –dijo por lo bajo. Él atinó a sonreír y siguió cebando mate.

Después, mientras juntaban las pertenencias, vieron que la otra pareja regresaba por el mismo sendero que ellos habían recorrido. Se vistieron y, también ellos, recogieron sus cosas.

-Bueno –dijo el otro hombre, de la nada–, podríamos encontrarnos, ¿no?

Él la miro a ella como pidiéndole, más que una opinión, la confirmación de aquel desafío, y asintieron en silencio. Se pasaron los números de teléfono, se dieron a conocer por sus nombres y quedaron en que se juntarían a cenar.

-¿Mañana? –preguntó el otro hombre.

-Genial –respondió él–. Les paso la ubicación de la cabaña por WhatsApp. Ahora, en la cama, él deja el móvil sobre la mesa de luz y se decide a buscarla: le gusta cómo le queda ese conjunto color caoba, cómo huele su piel untada en crema hidratante, la sensación de extrañeza que le provoca esa primera noche en una casa que no les pertenece. Pero es tarde: ella ya se ha quedado dormida, en posición fetal, las sábanas hasta las rodillas, abrazada a su Murakami.

 

Ni bien terminó de desayunar, agarró el móvil de la mesa de luz y escribió: “Hola Gustavo, ¿sigue en pie lo de esta noche?”. La respuesta llegó rápido: “¡Sí, por supuesto!” seguida de una serie de emoticones.

Antes del mediodía volvieron al almacén para más compras.

-¿Qué tenés ganas de cocinar? –preguntó ella mientras iban en camino.

-Alguna carne con verduras a la parrilla, ¿qué opinás?

-Me gusta.

-A mí también.

Fue un momento de silencio, nomás, entre curvas y vados secos.

-Te quedaste dormida anoche.

-Sí… el viaje, la excursión al arroyo… el famoso cansancio del primer día.

 

Los vieron llegar más temprano de lo que pensaban, atravesar la tranquera y escurrirse en la oscuridad, taladrada apenas por la luz de los faros, a través del sinuoso camino que costeaba el quincho y la pileta.

Él ya tenía encendido el fuego, salpimentada la carne y cortadas las verduras. Ella había tendido la mesa afuera y puesto música. Bajaron del auto abrazados a media docena de botellas. Él, las mismas bermudas de la tarde y una musculosa gris por debajo de la camisa a cuadros; ella, pantalón de lino beige semitransparente y top blanco. Se saludaron con un abrazo, como si se conocieran, guardaron las botellas en la heladera y fueron a sentarse a la galería. Sólo el incesante canto de los grillos y algún ocasional auto que franqueaba la ruta rompían el monótono silencio del paisaje. El calor no menguaba, pero la brisa serrana templaba de a poco el ambiente.

-Epa, hasta velas hay –dijo el otro hombre sentándose en una de las cabeceras de la mesa.

-Las encontró ella en el bajo mesada de la cocina, obsequio de la casa –dijo él, con una media sonrisa–. Arrimo fuego y vengo.

Los minutos siguientes se fueron entre vasos que se vacían y se vuelven a llenar. En las diferencias entre la vida en el interior de la provincia y la vida en ese territorio “siempre un poco indescifrable”, según dijo el otro hombre, que es el conurbano. En que quizás unos deberían irse del campo a la ciudad y otros hacer el camino inverso para probar nuevas proezas. En alabanzas a la tranquilidad de esa geografía en la que se encontraban ahora y el desafío, siempre un poco idealizado, de abandonarlo todo y mudarse a las sierras. En, y, sobre todo –y acá sí es permisible que lo conjeturemos, o, por qué no, hasta nos demos el lujo de inventarlo–, las miradas que se cruzan: de ella al otro hombre, de ella a la otra mujer, de él a la otra mujer, la otra pareja entre sí, no entre ellos.

Alguien propuso pasar del gin-tonic al vino blanco y otros dijeron que sí, y alguien fue adentro y trajo más hielo; alguien dijo que cuando llegara la comida ya no iba a ver ni los platos y todos se rieron. Algún pie se cruzó sin querer por debajo de la mesa; el fino lápiz de las segundas intenciones que despunta con facilidad. Habían abierto ya la tercera botella de vino y terminado la picada, y en el fogón la carne crepitaba sobre las brasas, cuando él le propuso a la otra mujer que lo acompañase a buscar leña.

-No va a alcanzar la que hay, va lento esto. ¿Hay hambre?

-Por supuesto, siempre hay hambre –le respondió ella, y dejó caer una sonrisa ligera que se llevó la noche. Las palabras, ebrias, se le atrancaban en la boca. –Si el asador lo dice.

Él y la mujer de la otra pareja se levantaron, atravesados por las complejidades que el alcohol les proponía, y comenzaron a caminar hacia el galpón donde el dueño de las cabañas ponía a resguardo las herramientas. Había visto él, la tarde anterior, al llegar, una larga hilera de troncos apilados. La oscuridad del paisaje era interrumpida mínimamente por una serie de farolas aisladas que hacía que cualquier silueta se convirtiera en una proyección desdibujada. Las suelas chasqueaban con levedad sobre el césped regado de rocío. No supo por qué, si era por algo que caía de repente o por algo que no terminaba de levar, pero en medio de la caminata él sintió la necesidad de darse vuelta: la galería de la cabaña era un rectángulo en sepia escindido de esa oscuridad. Bajo la luz vaporosa, ella y el otro hombre se reían, se contorsionaban en esas risas, ella estiraba el brazo y lo recogía, un juego espontáneo de aproximación y distanciamiento.

-Qué hermoso es este lugar –dijo la mujer.

-Sí, hermosa –respondió él, y se corrigió: –Hermoso.

Acá podríamos suponer que él recordó –porque esto es una suposición, y de suposiciones están hechas a veces las cosas, aunque, sabemos, en mayor medida, lo están de certezas–, el Desnudo en el agua de Salvador Dalí o alguna escena imprecisa de La laguna azul. Entonces posó su mano en la cadera de la mujer, mitad sobre el elástico del pantalón de hilo, mitad en la espalda desnuda que el top blanco no llegaba a abrigar. Ella le devolvió una mirada irónica, casi cínica, que, aunque él no pudo descifrar del todo por la oscuridad, lo perforó de lado a lado, y se quitó la mano de encima con una clase de docilidad que él nunca creyó que existiría.

Sabrán perdonar ustedes una última intervención, pero vale acá decir que un segundo le bastó a él para constatar que había perdido toda capacidad de raciocino; que, en el complejo sistema que comprende una trampa, una cosa es el alimento que oficia de llamador, otra el palito donde todo se sostiene, y otra, muy distinta, el cajón que caen encima de la presa; que lo único que quedaba por delante, si es que algo quedaba, se componía de puro instinto, pura corazonada.

Dio media vuelta y emprendió el camino de regreso.

-¿Y la leña? –oyó que le decía la otra mujer.

El asado se hace solo, pensó él en decirle, pero no lo hizo.

Las suelas ya no se deslizaban sobre el césped, pasaban a ser la estampa de un crujido machacón, acelerado.

Vio que en la galería ya no estaban ni ella ni el otro hombre. Las llamas habían desaparecido del fogón y el crepitar de la carne no era más que un recuerdo agonizante. El resto de las cosas, tal como se las suele recordar en un lugar nuevo, al que recién se llega y que apenas se conoce, estaban igual, excepto por el conjunto color ocre, desparramado en el pasillo que iba del comedor a la habitación.