Morriña

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El autor de este reportaje demuestra que el hombre no solo está hecho de carne y huesos, sino –y sobre todo– de rías, parras y morriña.

Texto y Fotos Gustavo Ng

La mayor ciudad de Galicia continúa siendo Buenos Aires”, escribe el genial Manuel Rivas. Aquí, en Vigo, cinco sierras paralelas como los dedos de una mano se extienden hacia América. Entre los dedos se meten las aguas del mar, y así forman las Rías Baixas. Por lecho tienen valles donde estallan de fecundidad los besugos y los meros, las anguilas, los rodaballos, las vieiras, los mejillones y los pulpos.

Desde el mirador del Monte do Castro, la belleza de Vigo, a sus pies, es un éxtasis. Aquí nació el lugar, de la piedra, en la Edad de Hierro.

Esto es Galicia, pequeño territorio con 1200 kilómetros de costa. Portugal se encuentra al sur y estamos en España, pero la relación de Galicia es consigo misma, con los que se quedaron y con los que están más allá del océano. Todo ha llegado y se ha ido por el mar. Mi abuelo Emilio Lorenzo, cuando en una playa de la provincia de Buenos Aires solo quedaba el viento, se paraba como una estatua, las manos cruzadas atrás, oteando el horizonte de agua. Fijo. Como si mirar con la intensidad de esa esperanza hiciera aparecer Coruxo, la comarca de Vigo de donde salió de la mano de su padre. El idioma gallego ha dado al lenguaje humano la palabra morriña: la nostalgia de no estar donde se está y de estar donde no se está.

Las casas no se tiran abajo ni se abandonan. Los niños gallegos crecen viendo por la misma ventana la campiña que miraban los ojos de sus abuelos.

Cuando las hambrunas y las guerras los echaron en los siglos XIX y XX, la mayoría partió a la Argentina. Hoy Galicia tiene 2,7 millones de personas; en la diáspora partieron dos millones. Los gallegos y sus descendientes son el 14 por ciento de nuestra población, y se acepta que Buenos Aires es la “quinta provincia gallega”.

Cangas, una de las villas en la ribera de la Ría de Vigo. Las islas Cíes se alzan en la entrada para mantener quietas las aguas y tranquilas sus criaturas profusas.

Mi abuelo nunca quiso abandonar la vieja casa de su padre, en San Nicolás, junto al Arroyo del Medio. Cuidaba la parra que dominaba el patio y prefería los árboles a las plantas –los árboles macizos, solos, oscuros–. Y tenía un caballo al que amaba, solo como mascota. Todos nos criamos en esa casa. Era nuestro lugar natural, donde anidaba la intimidad de la familia. Pero en Coruxo descubrí que los gallegos tienen manzanos, limoneros, moras y una parra, y un caballo junto a sus casas de piedra, que conservan como la conservaron sus abuelos. Puedo ir a dormir la siesta a la casa de mi abuelo y despertar aquí en Coruxo, con la brisa que llega de la ría y el sol poniéndose en el mar.

Las almas de Galicia viven en su piedra. Los soldados aprendían a luchar en este patio siete siglos
antes de que naciera Jesucristo.

GUSTAVO NG
Periodista y escritor de viajes. Ha publicado reportajes fotográficos sobre diferentes lugares del mundo. Ha retratado Nueva York, ciudad en la que pasó su adolescencia, varias veces.