Con todos los órganos

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Enrique Orschanski
Médico pediatra y neonatólogo, docente universitario, padre de dos hijas; autor de libros sobre familia, infancia y adolescencia.

Agustín está enamorado. Según recuerda, desde hace un año, seis meses y catorce días vive pendiente de una compañera de grado hermosa, buena y bien portada.
¿Ella? Al margen.
Cada día llega al colegio solo para verla. Espera un tropiezo para salir en su ayuda, o que la cartuchera caiga al piso para levantar, uno a uno, los lápices que tocan esas manos.
Estas sensaciones alborotan su –hasta hace poco– prolija vida infantil. Con apenas diez años experimenta algo parecido al amor.
Como ella sigue ajena, Agustín apenas ha podido cruzar saludos, frases breves y alguna pregunta falsa para extender la charla. A esta edad, acercarse a una chica o chico es arriesgarse a la burla de sus pares.
Ella, dulce hasta cuando lo ignora, ocupa un banco dos filas adelante. Él la mira y sueña; sigue sus movimientos, los pliegues del delantal, los labios apretados cuando escribe… y nunca decide nada.
“¡Agustín… de nuevo distraído! –reclama la maestra–. A ver: ¿de qué estábamos hablando?”. “No sé, seño, me duele la panza”, miente. La maestra sacude la cabeza.
En la hora de música ruega por estar juntos en el coro; si eso ocurre, él explota de amor.
“Otra vez usted, Agustín… ¿así piensa pasar de grado?”, pregunta la directora cuando vuelven a llamarlo para “firmar el libro”.
Hoy, al entrar al aula, la bella se equivoca de fila y queda sentada a su lado. Agus, inmóvil, abre los ojos.
Apenas descubre el error, ella susurra un breve “perdón” y busca su lugar, con tal suerte que sus brazos se rozan. Él experimenta el momento más erótico de su vida (actual y futura).

“Es en esa precisa edad cuando descubren su capacidad de amar”.

Le lleva dos recreos recuperar la calma y solo piensa con quién compartir la emoción. Piensa en sus amigos: no, son buchones. ¿Su hermano? Menos, se va a burlar.
“¡Papá vuelve temprano!”, recuerda. ¡Con él sí va a poder hablar tranquilo!
—Hola, pa, tengo que contarte algo —saluda al llegar, tirando la mochila.
—Sí, ya sé, otra nota del colegio… —dice su padre sin mirarlo.
—No, pa; no es eso…
—¡Matemáticas! Seguro que no aprobaste…
—No, ni Matemáticas, ni Lengua, ni Inglés…
—¿En qué lío te metiste ahora?… Mirá que sos cansador, Agus…
—Es algo importante, pa…
—Ya no tengo más permisos para salir del trabajo.
—Dejá, pa, no importa…

Los púberes, deliciosas personas que transitan el camino de la niñez a la adolescencia, acostumbran a vivir con todos sus órganos.
Les resulta imposible no usar de manera simultánea el cerebro para aprender, los sentidos para conectarse, el cuerpo para jugar y el corazón para enamorarse.
Así responden a las demandas familiares, de la escuela y también de sus flamantes hormonas. Completos y complejos se asoman al mundo.
Algunos adultos consideran que estos “aprendientes” solo llevan su intelecto al colegio. Sin embargo, es en esa precisa edad cuando descubren su capacidad de amar más allá de los límites familiares, algo que los seduce más que las materias.
Por eso no siempre consiguen “portarse bien”, tener “atención plena” o lograr “buenas notas”.
La sabiduría de los mayores consiste en comprender que, por momentos, su vida son emociones. Y estar abiertos a escuchar lo importante.