El último sol de otoño

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Esa tarde lluviosa la seguiste con tu mirada cuando salía del centro cultural. Ya la habías visto antes, tomando clases de fotografía mientras vos intentabas afinar la viola en el taller de guitarra. Todavía no sabías mucho sobre ella, solo te gustaba observarla –martes y viernes– con su cámara en mano o colgando en el pecho.
Tenías que recoger a tus nietos en el cumple de un amiguito, pero al verla tan desprotegida, acurrucada bajo un pequeño alero, arrimaste la camioneta y le propusiste acercarla donde fuera. Para tu sorpresa, ella accedió porque te había visto antes en el taller. Eso lo supiste luego, cuando comenzaron a charlar. “No soy de aceptar propuestas de desconocidos”, comentó.
Durante todo el trayecto la charla resultó animada. Te contó que había enviudado tres años atrás y que le encantaba sacar fotos con el celular, pero necesitaba perfeccionar su estilo, mejorar la iluminación y los encuadres. Vos la escuchabas con atención, aportando de vez en cuando algunos monosílabos. Para tu gusto, llegaron demasiado pronto a su casa.
Cuando regresaste a buscar a tus nietos, te costó desarmar los nudos de tus tripas.
Era como si hubiese nacido una esperanza para remendar tu soledad. O más que remendarla, coserla.

“El martes siguiente te las ingeniaste para forzar un encuentro”.

El martes siguiente te las ingeniaste para forzar un encuentro. Nuevamente fueron hasta su casa en auto, pero esta vez encaraste la conversación. La invitaste a la peña del Cholo, donde tocarías la guitarra con amigos. Te volvió a sorprender al aceptar rápidamente. Por las dudas, le aclaraste que estabas separado y le diste a entender que un divorcio a tu edad era duro de superar. “Podrán cortar las flores, pero no podrán detener la primavera”, sostiene Neruda.
En la peña estuviste inspirado, te salieron todas las canciones. Incluso después del folklore te animaste con La balsa y Seminare. Tus amigos te aplaudieron enloquecidos y ella brillaba más que nunca con su sonrisa. Esa noche el retorno fue diferente. El otoño asomaba cálido y el invierno lucía lejano. La invitaste a tomar algo. Matizaste el momento con anécdotas y confidencias. Lograste su risa. Le dijiste que cantabas para ella, y ella te dijo que había cambiado el ícono del WhatsApp por una guitarra. Se despidieron con un
beso fugaz.
A partir de allí, los encuentros superaron los compromisos de martes y viernes. Fuiste de a poco. Las presentaciones familiares se hicieron con respeto. Seguían siendo padres y abuelos, pero se dieron tiempo para los mimos, los viajes juntos, algunas reuniones sociales y el amor en secreto, aunque ya no lo era tanto.
Habías rejuvenecido, no te importaban las pastillas para la tensión ni los calmantes para el ciático. Ella te sorprendía con proyectos nuevos todas las semanas. Le enseñaste a tocar la guitarra y juntos cantaron temas de Nicola di Bari. Con sus manos, ella te indicó dónde estaba el obturador y cómo hacer foco con su Nikon
Reflex. Vos le enseñaste a pintar arcoíris en las paredes del alma y ella te marcó dónde burbujeaban las mariposas de su panza.
Antes de volar a Camboriú –ese viaje que habías programado con tanta alegría–, tuviste un alerta coronario. Tu corazón se estaba quedando sin canciones.
Ocultando su dolor, ella te acompañó siempre, a tu lado, mostrándote las fotos donde sonreían juntos.
Nadie es eterno, vos lo sabés. En otoño florecen las hortensias, las dalias y los crisantemos. Pero en tu otoño, además, había florecido ella. ¿Importaba alguna otra cosa…?