No lo saben todo

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Guillermo Jaim Etcheverry
Médico, científico y académico; rector de la Universidad de Buenos Aires entre 2002 y 2006.
En Twitter: @jaim_etcheverry

En su libro ¿Por qué leer?, Mark Edmundson relata una anécdota que permite analizar uno de los rasgos más característicos de la juventud actual y a la que recurro con frecuencia. Cuenta que había una vez en Viena un famoso maestro de música quien, ya anciano, aceptaba preparar muy pocos alumnos. En una ocasión, un joven violinista de catorce años, considerado un prodigio en Berlín, peregrinó a Viena esperando poder perfeccionarse con el maestro. A pesar del temor que este le infundía, ejecutó el instrumento a la perfección. Cuando debió dar su veredicto, el anciano dijo: “No lo aceptaré como alumno”. “¿Por qué –preguntaron sus discípulos allí presentes–, si es el más talentoso violinista que jamás escuchamos?”. “Es posible –respondió el profesor–, pero le falta algo imprescindible para lograr un real desarrollo. A este joven le falta inexperiencia”. Había advertido que el joven carecía de una posesión fundamental, la misma de la que estamos despojando hoy a nuestros alumnos.

“Carentes de inexperiencia, los jóvenes creen que no tienen nada por aprender”.

Efectivamente, ya no los concebimos como personas que están atravesando una etapa de sus vidas durante la que deben atesorar conocimientos y experiencias. Una educación digna de ese nombre parte de reconocer esta dependencia juvenil. Tenemos la convicción, hoy socialmente consagrada, de que constituyen un grupo cerrado, prisioneros de su juventud y de su yo. No advertimos que somos nosotros los responsables de que ocupen esa cárcel al justificar su sordera y estimular su aislamiento, reconociéndoles una experiencia de la que, como es obvio, carecen. “Los jóvenes ya lo saben todo”, nos engañamos.
Hemos dejado de lado la difícil misión de ponerlos en posesión de su herencia. ¿Quién puede pretender hoy intentar guiar a jóvenes que ya “son” ellos mismos? Los alumnos se han transformado en “los jóvenes” y la escuela se ha visto impulsada a evitar ultrajarlos insinuando que carecen de experiencia. En realidad, a la familia y a la escuela les está quedando como única misión legítima la de eliminar los obstáculos que les impidan ser lo que ya son, de manera aparentemente tan acabada y perfecta.
Carentes de inexperiencia, al igual que el violinista berlinés, los jóvenes creen que no tienen nada por aprender, convencimiento ante el que se estrella la atrevida pretensión senil de enseñar en la que, cada vez con menor entusiasmo, incurrimos padres y maestros. Es más, la sociedad actual nos estimula a no asumir el papel de los adultos que somos frente a quienes aún no lo son. Impedidos así de ayudarlos a formarse como personas, terminamos abandonándolos a su suerte. Terminamos por robarles la posesión más valiosa con que cuentan para emprender su educación: la percepción de la propia ignorancia.
Del mismo modo en que el sagaz anciano advirtió que la falta de inexperiencia que demostraba su aspirante a discípulo le impediría desarrollarse, deberíamos comprender que, ocultos tras su pretendida suficiencia que elogiamos, los jóvenes, conscientemente o no, reclaman que asumamos nuestros deberes para con ellos.
Deberíamos intentar devolverles la percepción de su inexperiencia porque, a pesar de la seguridad que exhiben, intuyen que por nuestro desinterés verán amputadas sus ilimitadas posibilidades de ser.