Manuel Belgrano, camino al norte

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Ilustración: Pini Arpino.

La orden del Triunvirato que obligó a Belgrano a trasladarse desde las costas del Paraná, donde había creado la bandera, hasta Jujuy, era más que difícil de cumplir: debía hacerse cargo del Ejército Auxiliar del Perú, más conocido como “Ejército del Norte”. Los variados dolores físicos que padecía le impidieron viajar al norte a mata caballo, como le pedían desde Buenos Aires los gobernantes, “cómodamente sentados en sus sillones”, como diría luego Manuel. Debió hacerlo en un coche de alquiler, el único que consiguió de fiado, porque los del Triunvirato eran rápidos para dar órdenes, pero más que lentos para cumplir con sus obligaciones económicas. Así que el 2 de marzo de 1812, bien tempranito, tuvo que subirse, en compañía del capitán Carlos Forest y el teniente Jerónimo Helguera, a un vehículo a punto de ser desguazado. 

“Durante aquel interminable viaje, Belgrano pudo comprobar con tristeza el efecto que causaban las políticas centralistas”.

Durante aquel interminable e incómodo viaje pudo comprobar con tristeza y preocupación el efecto que causaban las políticas centralistas de los gobiernos porteños en el ánimo de los habitantes de las provincias, que se sentían abandonados y usados por los “doctores de Buenos Aires”. No pudo contenerse y decidió informarle al gobierno con la vana intención de conmoverlo: “Es cierto que ni en mi camino al Rosario con el regimiento de mi cargo, ni en aquel triste pueblo, ni en la provincia de Córdoba y su capital, ni en las ciudades de Santiago, Tucumán y Jujuy que he visto de la provincia de Salta, he observado aquel entusiasmo que se manifestaba en los pueblos que recorrí cuando mi primera expedición al Paraguay; por el contrario, quejas, lamentos, frialdad, total indiferencia, y diré más, odio mortal, que casi estoy para ver si mejoraban […]. Créame V.E., el ejército no está en país amigo; no hay una sola demostración que no me lo indique, ni se nota que haya un solo hombre que se una a él, no digo para servirle, ni aun para ayudarle: todo se hace a costa de gastos y sacrificios, y aun los individuos en su particular lo notan en cualquiera de estos puntos que se dirijan a satisfacer sus primeras atenciones de la vida: es preciso andar a cada paso reglando los precios, porque se nos trata como a verdaderos enemigos, pero ¿qué mucho? Si se ha dicho que se acabó la hospitalidad con los porteños y que los han de exprimir hasta chuparles la sangre”.

Desde la derrota sufrida por Castelli y Balcarce el 20 de junio de 1811 en Huaqui, a orillas del lago Titicaca, en el límite entre las actuales repúblicas de Bolivia y Perú, unos 1500 hombres desarrapados, desarmados y mal alimentados habían tenido que retirarse del Alto Perú, enfrentando a las fuerzas realistas que les pisaban los talones, hasta finalmente refugiarse en Jujuy. 

El panorama que encontró Belgrano al llegar era desolador: de esos 1500 soldados, casi 500 se encontraban heridos o enfermos. Apenas contaban con 600 fusiles y 25 balas para cada uno. La moral estaba por el piso y la disciplina no existía. En ese contexto –para cualquier otro, desolador–, Manuel Belgrano comenzó a planificar lo que se convertiría en una de las hazañas más notables de la historia argentina: el éxodo del pueblo jujeño para dejarle tierra arrasada al enemigo, bajar hasta un sitio seguro y lanzar una fulminante contraofensiva que se concretaría en las decisivas victorias de Tucumán y Salta.