¿Los sin luz?

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En un mundo que parece girar cada vez más rápido, donde la información fluye incesantemente y las pantallas de nuestros dispositivos nos atraen como imanes, es fundamental detenernos un momento para reflexionar sobre el corazón de nuestra sociedad: la educación. ¿Qué significa realmente ser un “alumno”? ¿De dónde proviene esta palabra y cuál es su verdadero propósito?

Hay una corriente del pensamiento que interpreta que la palabra “alumno” proviene del latín a lumnen, que significa “sin luz”. Una interpretación que, a simple vista, sugiere que el estudiante es alguien en busca de iluminación, de conocimiento que arroje luz sobre su mente. Sin embargo, la verdad es que la etimología de este término nos revela una perspectiva mucho más rica y profunda.

“Alumno” deriva de la palabra latina alumnus, que tiene su raíz en alere, que significa “alimentar”. Así que, en esencia, un alumno no es alguien sin luz, sino alguien a quien se nutre y alimenta y, también, de quien se nutre y alimenta el docente. Este enfoque cambia radicalmente nuestra perspectiva sobre la educación. En lugar de ser un proceso donde un instructor iluminado imparte conocimiento al estudiante, el momento formativo se convierte en un festín de saberes compartidos, una alimentación mutua donde tanto el maestro como el alumno se nutren y enriquecen.

En este sentido, podemos imaginar la educación como un banquete donde el profesor y el alumno se sientan a la mesa con platos repletos de experiencias, conocimientos y perspectivas. Ambos tienen la oportunidad de saborear lo que el otro ofrece. El maestro aporta su experiencia, su comprensión profunda de la materia y su pasión por el aprendizaje. El alumno, por su parte, su curiosidad, su sed de conocimiento y sus preguntas desafiantes.

“Recordemos que la educación es un festín de saberes compartidos”.

En este festín, cada bocado de información compartida es como un manjar que satisface el hambre de conocimiento. El maestro no solo ofrece respuestas, sino que también plantea preguntas estimulantes y muchas veces, por qué no, se llena de dudas. El alumno no solo absorbe información, sino que también cuestiona y opina, alimentando así el bagaje de saberes del maestro.

Aquí, el respeto mutuo se convierte en un ingrediente esencial de esta comida educativa, es el elíxir que permite que todo sea posible. La educación como alimentación recíproca nos recuerda que todos somos eternos estudiantes. Nadie tiene el monopolio del conocimiento, y todos tenemos algo valioso que ofrecer. En este banquete, no se trata solo de llenar mentes con información, sino de nutrir corazones y almas con la pasión por el aprendizaje y el deseo de crecer juntos.

En un mundo donde el aprendizaje a menudo se reduce a una mera acumulación de datos, recordemos la raíz de la palabra “alumno”. Recordemos que la educación es un acto de alimentación mutua, un festín de saberes compartidos. Miremos a nuestros maestros y alumnos no como portadores de luz o seres sin luz, sino como compañeros de mesa en este banquete infinito del conocimiento.