Martín Caparrós: “Trato de hacer mejor lo poco que sé hacer”

0
152

Escribe para contar el mundo real y otros que imagina. En Sinfín, su última novela, plantea que es posible la inmortalidad. Si pudiera, le gustaría que la vida continuara. 

Fotos AFP

“Acepté que hay cosas que no puedo hacer”, confiesa Martín Caparrós. “La edad, que es muy ladina, te da esa concesión de enseñarte quién sos, qué podés hacer y qué no”, dice relajado desde el otro lado de la línea. Tiene 63 años, publicó más de treinta libros, plantó un limonero que dejó en Tigre y todavía no imaginó ser abuelo.

“Ojalá entendamos que las cosas que nos parecen indispensables son superfluas y que podemos vivir sin ellas –reflexiona sobre el impacto que espera del paso del coronavirus–. Tenemos tantas cosas que no necesitamos que cuando uno se da cuenta de que se puede vivir sin eso que atesora, es extraordinario”. Desde que se mudó a Madrid, asegura que todas sus pertenencias caben en dos valijas y que así se siente más liviano. Ni siquiera tiene una biblioteca, conserva unos pocos libros, los propios y los de algunos amigos, pero guardados en una baulera en Buenos Aires. 

En su casa, a las afueras de la ciudad, pasa gran parte del tiempo leyendo o escribiendo en el escritorio. El resto de su agenda está distribuida por el mundo, ya sea por una cobertura periodística, dando charlas o presentando un libro nuevo. En marzo, publicó Sinfín, una crónica sobre el futuro donde habla de las religiones, la muerte, el cuerpo y la eternidad. “Es curioso que tanto en mi última novela como con el COVID-19 la condición para acceder a un poco más de vida sea el aislamiento y la soledad”, comenta sorprendido. 

“Soy extremadamente curioso, no soporto no saber si quiero saber algo”. 

Aunque no pensaba ser periodista, es uno de los más reconocidos y escribe para los medios más importantes del mundo, como The New York Times (Estados Unidos) y El País (España). Además, está terminando un libro de crónicas sobre América Latina. “Me gusta mucho ir enterándome de cosas, armando en la cabeza un mapa con lo que voy viendo, encontrarle una lógica y armar un relato. Soy extremadamente curioso, no soporto no saber si quiero saber algo”. 

  • ¿El mundo será otro después del coronavirus? 

Es la gran pregunta. Tenemos expectativa de que así sea y de que nos haga entender ciertas cosas. Tiene una trascendencia que debería dejar marcas y cambiar futuros. Sin dudas, será distinto para mal por unos meses o años, porque habrá gente que sufrirá mucho. Ya hay quienes están perdiendo sus trabajos, que no saben cómo harán el mes que viene, y esto se va a prolongar. A su vez provocará efectos sociales y políticos, que no sabemos cuáles son todavía. 

  • En Sinfin decís que “El futuro no le sirve a nadie”… ¿es porque no sirve el presente?

Estamos en un presente que no nos satisface. En general, a los presentes les pasa eso. La diferencia es que hubo épocas que tuvieron una idea clara de qué futuro deseaban y otras que no. Ahora estamos en un momento en que no sabemos qué futuro queremos construir. En vez de desearlo, lo tenemos. Entonces aparece como una amenaza de todo tipo: ecológica, política, poblacional. Sentimos miedo porque no nos gusta lo que tenemos, pero no sabemos cómo mejorarlo. 

  • ¿Cuál es el fracaso de nuestra civilización? 

Fallamos en creer que se tiene que producir más, querer más, esta especie de carrera sin fin en que se ha convertido el capitalismo global. Esta idea que tienen nuestras sociedades de que son como aviones, si paran se caen, en lugar de pensarse como un espacio en el que cada cual use razonablemente lo que necesite, todos tengamos más o menos suficiente, y que no haya que seguir produciendo, acumulando y consumiendo inconteniblemente. 

  • ¿El periodismo te sucedió y a la literatura la elegiste? 

Me sucedió ser periodista. No pensaba serlo, de chico quería ser fotógrafo. Algunas de las formas en que seguí haciendo periodismo fueron casualidades, en ese sentido me sucedieron. Pero lo que ciertamente no me sucedió es escribir. Siempre pensé que lo que me interesaba en la vida era escribir. Me preparé y sigo pensándolo. Fue la decisión más fuerte en mi vida. 

  • ¿Qué determina que elijas ficción o no ficción?

Tanto la ficción como la no ficción se relacionan con lo que puedo ver en el mundo, pensar o recordar. Simplemente hay temas que tengo ganas de tratarlos como ficciones y otros como no ficción. Un ejemplo es Echeverría, donde cuento la vida de Esteban Echeverría, podría haber sido una biografía, pero tuve ganas de hacerlo en clave de ficción. Inversamente, estoy escribiendo sobre América Latina, podría haber armado una novela, pero decidí que sea un ensayo. Me enfrento con los temas, y en la manera en que me enfrento con ellos, ya está resuelto si voy a hacerlo como ficción o no ficción. 

  • ¿Por qué tu libro La historia es el que más te importa? 

Es mi gran escuela de escritura. Encontré algo parecido a un estilo que después utilicé en mis otros libros. Es una ambición que ya no necesito tener y suelo extrañar. A veces pienso que debería dejar de escribir como yo y volver a empezar. Pasé diez años trabajando en La historia, me importa porque conseguí algo parecido a lo que quería. Lo publiqué hace unos veinte años y desde entonces soy tributario de ese libro, porque todo lo escribí como lo hice porque antes había escrito La historia. En ese sentido, fue mi gran aprendizaje. Sin embargo, no lo leyó nadie, es difícil. Eso hace que sea un gran fracaso. 

  • ¿Te gusta más empezar o terminar un libro?

Son placeres distintos. Empezar es un placer asustado, porque uno no sabe hacia dónde va y tampoco si llegará a alguna parte. La adrenalina de lanzarse a lo desconocido. Terminar es el placer contrario, más sereno. Porque una vez que lo tengo listo, quiero pulirlo, retocarlo, dejar el mejor trabajo que pueda. También es mucho placer, como el del artesano que termina su objeto. 

  • ¿El de retocar es un trabajo fundamental del escritor? 

Sí, por supuesto. Cada vez corrijo más, me sorprende darme cuenta de eso. Porque uno podría pensar que, con el tiempo y la experiencia, necesita corregir menos. Sin embargo, lo hago cada vez más, porque compruebo que siempre hay algo, una coma o una palabra que se puede mejorar. 

  • En Sinfín ya no hay periodistas. ¿En el futuro no habrá periodismo? ¿Y literatura? 

Periodismo habrá. Habrá que ver a qué llaman “periodismo”. Es un oficio que cambia mucho con las técnicas que se pueden usar. Este es un momento de gran cambio técnico que hace que una de las formas clásicas de hacer periodismo esté en crisis, mejor dicho, las formas clásicas de hacer medios. El núcleo del periodismo: tratar de averiguar algo, pensarlo y contarlo, sigue funcionando y lo seguirá haciendo, tal vez de una manera inimaginable para nosotros ahora. En cuanto a la literatura escrita, seguirá existiendo, pero ocupará el lugar que hoy tiene la poesía en relación con la narrativa: un arte para iniciados que a veces tiene más escritores que lectores y que funciona en círculos relativamente cerrados. Las formas hegemónicas de contar historias ya no son con el texto escrito. Hoy, una serie tiene más repercusión que una novela, eso va a ir incrementándose, obviamente. 

  • Decís que el buen periodismo nunca fue masivo, ¿crónica es sinónimo de buen periodismo? 

Que el buen periodismo sea no masivo no quiere decir que el poco masivo lo sea, el silogismo no funciona. Hay crónicas que son malas y otras que son muy buenas. También, columnas de cuarenta líneas que son espléndidas. El buen periodismo no se define por el género. Hace unos meses, publiqué una columna en The New York Times sobre lo más buscado en los seis diarios más leídos de América Latina. Te querías matar con los resultados, era basura, farándula y policiales. Estos esfuerzos que hacemos por hacer otras cosas en periodismo no son masivos. La mayoría de la gente elige otra cosa. Hay que trabajar con ese dato también. 

  • ¿Qué características tiene el buen periodismo?

Es tan sencillo como averiguar cosas que sean ciertas, pensarlas y contarlas bien. Mirar, escuchar, enterarse, pensar, poner en contacto eso que se ha mirado, escuchado, y encontrar la forma más apropiada para contarlo. Parece muy simple, pero sucede muy poco. 

  • Tenías el número de Jorge Luis Borges, pero no lo llamaste, ¿por qué? 

Preferí no llamarlo porque lo admiro muchísimo. Entonces, no quise destruir esa admiración yendo a hablar con un viejito aburrido. Para algunos, no se debería conocer a las personas cuyas obras se admira, porque siempre van a ser peores las personas que las obras. 

“Ojalá entendamos que las cosas que nos parecen indispensables son superfluas y que podemos vivir sin ellas”.

  • ¿Qué te trajo la experiencia? 

Acepté que hay cosas que no puedo hacer, que es lo que uno no sabe cuando es joven y pretensioso. Ahora que lo aprendí, trato de hacer un poco mejor lo poco que sé hacer. La edad, que es muy ladina, te da esa concesión de enseñarte quién sos, qué podés hacer y qué no. 

  • Venís de una familia de psicoanalistas, pero nunca hiciste terapia, ¿por qué?

Hay temas más interesantes que mi vida para dedicarles horas y horas. Nunca me interesó sentarme en el diván y hablar de lo que me pasa, siento que no vale la pena. Además, nunca estuve tan incómodo conmigo como para buscar algunas soluciones a mi personalidad. 

  • ¿Alguna vez estuviste sin bigotes? 

Solo para la película de Mariano Ferreyra y, unos veinte años antes, para otro film, El viaje, de Pino Solanas, donde hago de cura. Los tengo hace más de cuarenta años. En algún momento los empecé a odiar, porque no quiero depender de unos bigotes para ser yo. Sin embargo, creo que así es, lo cual me parece humillante, pero aún no me animo a rebelarme.

  • Si existiera la máquina “tsian” de Sinfín, ¿te conectarías? 

Si estuviera en las últimas, sí. Prefiero tener la esperanza de que esto va a seguir a la certeza de que se va a terminar. Durante gran parte de la historia, las personas creían que la vida no se terminaba, ese era el gran negocio de las religiones. Este es un momento muy raro de la civilización, en que muchos saben que cuando se acaba, se acaba. Si me ofrecen algo en lo que pudiera mínimamente confiar y que me permitiera pensar que no se acaba, supongo que lo haría.