La ciencia nacional, clave para el desarrollo

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Con dificultades y limitaciones históricas, los científicos argentinos fueron capaces de desarrollar su talento y curiosidad a lo largo de los años, logrando resultados de gran impacto con sello local.

Parados sobre los hombros de gigantes y haciendo equilibrio en arenas movedizas, los científicos argentinos consiguieron y consiguen aportar al desarrollo del país y se destacan a nivel internacional, a pesar de las oscilaciones en su apoyo y promoción de acuerdo con la gestión de turno. El sistema científico nacional, robusto y de larga tradición, se las ingenia para producir ciencia de calidad y lograr continuidad en sus investigaciones desde el inicio mismo de la patria.

Cuando el territorio no era aún una república, en 1613, se fundó la Universidad de Córdoba, que inicialmente le dio un lugar muy relevante a la teología. Por aquellos años, los jesuitas introdujeron la imprenta y circularon algunas obras de interés científico, y había algunos indicios de ciencias naturales. Pero fue más adelante, luego de la independencia nacional, cuando el Estado se puso al hombro la tarea de organizar la ciencia y convertirla en un pilar para el desarrollo.

La primera gran figura de la ciencia nacional fue el paleontólogo y antropólogo Florentino Ameghino. Autodidacta, en su juventud realizó diversas exploraciones por el suelo pampeano y se dedicó a estudiar la antigüedad del hombre en el continente. Luego de un viaje por Europa donde expuso sus hallazgos, realizó junto a su hermano Carlos un estudio de cientos de fósiles, interpretados siguiendo la línea del evolucionismo darwiniano. Ameghino solventaba sus aventuras de investigación por sus propios medios, valiéndose de los escasos ingresos de su pequeña librería, y recién en 1903 comenzó a recibir apoyo económico de parte del Estado. Sus Obras completas constan de 24 volúmenes de alrededor de 800 páginas cada uno, con estudios, clasificaciones y descripciones de más de 9000 animales extinguidos, entre los que se encuentran algunas especies descubiertas por él.

También a fines del siglo XIX, más específicamente en 1889, Cecilia Grierson se convirtió en la primera mujer graduada de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires. Fue pionera en diferentes asuntos vinculados a la medicina, como ginecología, puericultura y primeros auxilios. Fundó la Escuela de Enfermeras del Círculo Médico Argentino, la Asociación Médica Argentina, la Sociedad Argentina de Primeros Auxilios y la Asociación Obstétrica Nacional de Parteras. Profundamente feminista, junto a Alicia Moreau de Justo, Elvira Rawson y Julieta Lanteri inició la lucha por los derechos civiles y políticos femeninos. Entre sus publicaciones científicas se encuentra Masaje práctico, que sentó las bases de la kinesiología argentina.

Desde entonces y hasta la actualidad, tanto en la Argentina como en las principales economías del mundo los avances de la ciencia fueron impulsados en buena parte por la inversión estatal. Usualmente, cuando las investigaciones alcanzan cierto estado de posibilidad de aplicación o producción, se implementan articulaciones con el sector privado que completan el círculo.

Juliana Cassataro es doctora en Inmunología y licenciada en Ciencias Biológicas, directora del Laboratorio de Inmunología, Enfermedades Infecciosas y Desarrollo de Vacunas del Instituto de Investigaciones Biotecnológicas (IIB, institución dependiente de la Universidad Nacional de San Martín y el Conicet) y líder del grupo de investigadores a cargo del desarrollo de la vacuna Arvac Cecilia Grierson contra el virus que provoca la COVID-19. “Los países desarrollados, con distintos regímenes de gobierno, invirtieron muchísimo en ciencia y tecnología. El modelo público-privado es muy interesante desde todo punto de vista, pero en la parte de innovación más fuerte es muy difícil que el mercado se involucre. Necesitás que una parte del Estado apalanque ese primer momento donde tenés mucha incertidumbre en la investigación”, sostiene.

En países como Alemania, Suecia o Estados Unidos, de acuerdo con indicadores publicados por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la inversión pública en investigación y desarrollo es superior al 1 por ciento del PBI (1,16, 1,38 y 1,16 por ciento, respectivamente). En la Argentina, esa inversión pública es del 0,28 por ciento. La Ley 27.614, de Financiamiento del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, establece un incremento paulatino hasta llegar al 1 por ciento de inversión pública en 2032. A poco más de dos años de su promulgación, sin embargo, la continuidad de su aplicación es incierta.

En agosto del año pasado se fundó Galtec, la primera startup biotecnológica argentina, con financiamiento público y privado, que investiga y desarrolla tratamientos contra el cáncer y otras enfermedades autoinmunes. El líder científico del proyecto es el cordobés Gabriel Rabinovich, investigador superior del Conicet, miembro de la Academia de Ciencias de los Estados Unidos, entre otras, reciente premio Konex de brillante y firme candidato a ganar el premio Nobel.

“Nosotros pasamos treinta años trabajando para poder dilucidar cada uno de los aspectos básicos de un nuevo paradigma. Identificamos la proteína Galectina-1 en 1993. Desde entonces, estudiamos su función con mucho detalle, su rol en la homeostasis, en el equilibrio del sistema inmunológico, en la resolución de la respuesta inflamatoria, en el escape de tumores, como fuente o como mecanismo de invasión de determinados microbios. Luego de muchos años, esto se transformó en tecnologías para el tratamiento del cáncer y en otras tecnologías para el tratamiento de enfermedades autoinmunes. Recién ahora es cuando aparecen los privados e invierten en que se pueda transformar en un medicamento. Pero hay un momento germinal, donde el conocimiento está creciendo independientemente de la aplicación, la cual desconocíamos, en el que el Estado tiene un rol fundamental de contener a los jóvenes investigadores”, analiza.

El apoyo público, además, asegura que existan investigaciones pensadas para las necesidades concretas del territorio. Si bien la ciencia es un gran muro en el que se agregan ladrillos sobre el trabajo de otros, y esta construcción colectiva no reconoce fronteras, hay investigaciones que requieren el foco regional para existir y cuyas particularidades no son abordadas por investigadores de otras latitudes.

“Las ciencias del clima tienen a nivel mundial una importancia enorme. Pero hay que destacar la importancia de un carácter regional, no solo global, ya que no ha sido posible entender las variabilidades y el cambio climático de todo el planeta solo haciendo ciencia desde los países desarrollados. En ese sentido, las investigaciones que hemos hecho en la Argentina en relación al cambio climático posibilitaron entender, predecir y encontrar soluciones”, explica Carolina Vera, doctora en Ciencias de la Atmósfera, investigadora principal del Conicet, referente en la materia a nivel mundial, jefa de gabinete del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Nación (MINCYT) hasta el año pasado y ganadora del premio Konex de platino en 2023.

“La principal dificultad para hacer ciencia en la Argentina son los recursos económicos que uno tiene para poder responder a las preguntas que se generan, para construir conocimiento y para desarrollar tecnología, en comparación con otros lugares del mundo. En ciencias biomédicas, muchas veces tenemos que esperar seis, siete meses o más por un reactivo científico importado del exterior. En otros lugares del mundo, en 24 horas está disponible”, evalúa Rabinovich. 

Vera coincide: “La discontinuación de recursos para sostener una investigación científica de calidad es un problema recurrente. La Argentina siempre ha tenido vaivenes entre gobiernos que han apoyado la ciencia y otros que la consideraban un gasto”. “La ciencia requiere ciertos consensos a largo plazo y mucha inversión sostenida en el tiempo para poder tener un resultado”, aporta Cassataro.

En cuanto a las posibilidades que, más allá de estos vaivenes, ofrece el país para la ciencia, los tres están de acuerdo en lo mismo: “Hay chicos con una formación excelente, que conforman una masa crítica y una capacidad que reconocen en el mundo. Es altísima la aptitud del argentino de resolver problemas, que es lo que más hacemos los científicos”, asegura Cassataro. 

“Tenemos una enorme cantidad de recursos humanos valiosos en diferentes áreas del conocimiento que permiten generar un impacto interdisciplinario y enriquecer mucho estos paradigmas”, dice, en la misma línea, Rabinovich, quien deja una sentencia para el final: “Un país no va a salir adelante sin ciencia y tecnología, no me cabe la menor duda”. 

Grandes hitos

Los impactos más grandes de la ciencia argentina fueron, sin duda, los tres premios Nobel obtenidos en el área. Bernardo Houssay fue, en 1947, el primer latinoamericano en ganar el Nobel en Ciencias, al obtener el de Medicina por su trabajo acerca de la influencia del lóbulo anterior de la hipófisis en la distribución de la glucosa en el cuerpo, de importancia para el desarrollo de la diabetes. Luis Federico Leloir obtuvo el Nobel de Química en 1970, por sus investigaciones sobre los nucleótidos de azúcar y el rol que cumplen en la fabricación de los hidratos de carbono. Y César Milstein ganó el de Medicina en 1984 por sus investigaciones sobre los anticuerpos monoclonales.

En años más recientes, se puede destacar la tarea de Raquel Chan, quien fue nombrada entre los diez científicos más destacados de América Latina por parte de la BBC, por liderar el equipo que creó una semilla más resistente a la sequía. El gen HAHB-4.2, obtenido del girasol, también hace a los cultivos más tolerantes a la salinidad del suelo.

Otra argentina con reconocimiento de alcance mundial es Celeste Saulo, que en enero se convirtió en la primera mujer al frente de la Organización Meteorológica Mundial.