Buscando recuperar el sabor del tomate

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Investigadores de la Universidad de Buenos Aires, estudiantes, productores y vecinos se animaron a desafiar al tiempo y salvar de la extinción al tomate criollo. Ya llevan rescatadas 160 especies. El resultado es asombroso: los tomates vuelven a tener sabor a tomate.

Ilustraciones Pini Arpino

E

l paso de los años los fue dejando en el camino. Sus frutos eran sabrosos, pero ni bien eran estibados en los cajones y trasladados hasta un centro urbano, sus delgadas paredes sufrían por el movimiento y llegaban todas lastimadas. Quizás también dejaron de plantarlos porque aun siendo sabrosos, las heladas eran una amenaza constante a los rindes, siempre necesarios para que un cultivo sea rentable. Otros fueron abandonados porque su exquisitez era también codiciada por las aves o por las plagas, que destruían las cosechas antes de ser levantadas.

Y así fueron sumándose razones, todas de peso, para que solo se siguieran usando las semillas que aseguraran buenos rendimientos y comerciabilidad, dejando de lado el resto.
Casi como un proceso natural, una suerte de “darwinismo” alimentado por los propios agricultores, se fueron sepultando en el olvido aquellas semillas que daban frutos de ese sabor intenso tan característico del tomate, pero que no eran rendidoras. Y así terminaron desapareciendo los “tomates de antes”, esos que hoy todos desearían volver a disfrutar.
Sin embargo, un buen día, “el hambre y las ganas de comer” se juntaron. Fue a mediados de 2018, cuando la idea germinó en la Cátedra de Genética de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires (UBA).

Desde hacía dos décadas, su titular, el ingeniero Fernando Carrari, venía trabajando en la investigación del tomate, puntualmente en la faz metabolómica, es decir, las huellas únicas que van dejando los procesos celulares específicos en su paso a lo largo del tiempo. Fue desde esta perspectiva que surgió la idea de realizar un mejoramiento de este fruto tan preciado. Pero esta vez no sería un proceso que buscara estirar más y más su producción, sino que intentara mejorar aquel delicioso sabor que se había perdido en el camino.
Lo que era simplemente una idea en el aire comenzó a convertirse en realidad el día en que Carrari logró dar con un verdadero tesoro para los genetistas: había conseguido materiales de principios del siglo XX. Casi como en Jurassic Park, esas semillas fueron la llave para revivir aquellos tomates que habían quedado confinados solo en la nostalgia de nuestras papilas gustativas.

ESLABONES PERDIDOS
No había sido fácil conseguir esas semillas, ya que en la Argentina prácticamente no se atesoran materiales de este tipo. Por eso su búsqueda debió trasladarse hacia el Viejo Continente, donde finalmente dio con bancos de germoplasmas que conservaban variedades de semillas sembradas aquí hace más de un siglo. Fue así como consiguió 60 variedades en un banco de Alemania, y otras tantas también en los Estados Unidos y en Rusia, que se sumaron a unas pocas que se conservaban en la Universidad Nacional de Cuyo.

La idea inicial era cultivar esas semillas obtenidas y caracterizar los frutos. “Queríamos simplemente saber si tenían más gusto que los tomates que estamos plantando hoy en día y determinar si contaban con algún tipo de valor agronómico”. La afirmación, modesta seguramente, pertenece a Gustavo Schrauf, profesor asociado a la Cátedra de Genética y referente del proyecto.

Con un grupo muy acotado de gente y con pocos recursos, la idea inicial era multiplicar esta semilla para poder avanzar con el estudio. Pero aquello que era un anhelo meramente científico no tardó casi nada en convertirse en una consigna colectiva: ir al rescate del tomate criollo.

“Esto comenzó a tener difusión, y se sumaron colaboradores de todo tipo”, cuenta Schrauf. Así fue como se incorporaron primero estudiantes, después huerteros de Buenos Aires, luego huertas comunitarias, maestros, aficionados, vecinos, personas que querían cultivar en su balcón. En muy poco tiempo se contaban entusiastas de los más diversos orígenes, dispuestos a colaborar en esta cruzada contra la falta de sabor.

“Para cada persona que se acercaba teníamos semillas para entregarle, con la única condición de que si le dábamos cinco, nos devolviera diez. Y que nos ayudara a caracterizar los frutos”, explica el especialista. El planteo de los investigadores de la UBA fue a la inversa de como se maneja actualmente la industria de semillas. En lugar de patentar, decidieron distribuir.

Fue una solución a medida. Si se hubiera optado por cultivar para multiplicar la semilla solo con los recursos propios de la casa de estudios, el proceso habría llevado mucho tiempo e, incluso, tal vez no se lo habría podido manejar. Para que eso no sucediera, las semillas generadas en las primeras cosechas fueron entregadas a decenas de productores, con el único compromiso de devolver más de las entregadas, pero también con la promesa de colaborar con una evaluación propia.

“Si hubiéramos querido emprender este proceso nosotros, habríamos estado bastante limitados. Pero lo que pasó con esta forma de trabajar es que, por ejemplo, en este momento se están plantando estas semillas en Viedma o en Mar del Plata, y en muchos otros lugares, y de todos estamos recibiendo información y evaluaciones que hubieran sido imposibles de obtener de otra manera”, comenta.

En este proceso ha sido gran ayuda la colaboración de la plataforma Bioleft (www.bioleft.org), una iniciativa de un equipo interdisciplinario de investigación que promueve el paradigma de las semillas abiertas, en contraposición a las patentes y los derechos de semillas que proponen las grandes corporaciones. Casi como el Linux o el Open Office, pero en el mundo de las semillas.

La referente de esa iniciativa es Anabel Marín. Para ella, lo importante es que “el mejorador –en este caso, la Cátedra de Genética de la Facultad de Arquitectura de la UBA– y los productores que utilizan esta plataforma empiecen a intercambiar información sobre cómo se desempeña la semilla en distintos tipos de ambientes”, tal como lo explica en un artículo de la Agencia TSS, de la Universidad Nacional de San Martín.

“La idea es que estas semillas trasciendan y lleguen a la producción masiva”. Gustavo Schrauf

El aporte de la plataforma tiene que ver con la factibilidad para poder sistematizar la información que proviene de los cientos de personas en diversos puntos del país que han recibido las semillas y que están realizando las pruebas. “Lo bueno de la plataforma –completa Gustavo Schrauf– es que te permite registrar todo. Vos, desde tu quinta o tu campo, le sacás una foto a la planta para mostrar cómo viene el tomate, la subís a esa red y desde ahí se hace un seguimiento de cómo progresa, al que accedemos todos”.

LA HORA DE LA VERDAD
Probablemente los grandes avances que ha conseguido este proyecto que cuenta con su fanpage en Facebook (facebook.com/alrescatedeltomatecriollo) obedecen al entusiasmo que han logrado instalar en actores sociales por fuera de las aulas.Y en eso mucho tiene que ver la labor de los voluntarios que se han acercado para colaborar en la limpieza y clasificación de las semillas, en las plantaciones, los cuidados, el control de plagas, la cosecha y demás tareas.

Una de ellas es Rossana Púa, quien participa de la Feria del Productor al Consumidor que organiza la facultad. “Hemos sembrado acá plantas de 160 variedades de tomates –relata al caracterizar las tareas que vienen llevando a cabo–. Procesamos las semillas para después socializarlas a todo aquel que esté interesado en replantarlas y poder multiplicarlas, tanto productores como aficionados”. ¿Por qué lo hacen? “Porque queremos volver a disfrutar esos sabores, la textura, los aromas y el gusto que ya no tienen los tomates que compramos en los supermercados. La idea es recuperarlos”, cuenta.
El mayor entusiasmo lo han sabido despertar las degustaciones de tomates criollos, eventos que han tenido lugar en marzo y en septiembre de este año, y en los que cientos de personas pudieron acercarse a la Facultad de Agronomía para probar estas delicias.
Las degustaciones son clave, porque permiten “ranquear” las diversas semillas y así seleccionar las que mejores puntuaciones obtienen. Es una parte fundamental de las etapas de selección y mejoramiento. “Esas son las semillas que luego vamos a distribuir para que se las siga probando”, explica Schrauf.

Más allá de lo pintoresco (o, en todo caso, “sabroso”) de la iniciativa, la pregunta es si esta tarea de mejoramiento por selección podrá llegar en algún momento a la mesa del usuario común. “Por ahora estamos trabajando en circuitos de huertas comunitarias o de economía social. Pero la idea es que estas semillas trasciendan y lleguen a la producción masiva”, señala el especialista.

El objetivo, en este caso, es continuar avanzando en el mejoramiento, teniendo el sabor como premisa central, pero intentando agregar las otras características que son imprescindibles para una producción en masa, como la durabilidad, la resistencia a las heladas y a las plagas, entre otras.

“Procesamos las semillas para después socializarlas a quienes estén interesados en replantarlas y poder multiplicarlas”.
Rossana Púa

No es fácil, aclaran los científicos a cargo de esta verdadera patriada. “Hemos detectado que muchos de los componentes que hacen al gusto o a los nutrientes tienen su costo energético para la planta –sostiene Schrauf, dando a entender que lo que se gana por un lado se puede perder por el otro–. Por eso hoy contamos con una producción comercial con frutos de paredes gruesas y tersas, pero que parecen rellenas de agua”.

De cualquier modo, la iniciativa es seguida muy de cerca por la firma La Campagnola –propiedad del Grupo Arcor–, que es la principal productora de tomates peritas del país. “Si a ellos les interesa, es que algo debemos estar haciendo bien”, se entusiasman los genetistas.

Lograr esa confluencia de virtudes es, hoy por hoy, el desafío que buscan resolver en la cátedra de esta universidad pública. Solo así habrán conseguido sortear el último cerco que los separa de la posibilidad real de volver a masificar el verdadero sabor del tomate criollo. Los consumidores, agradecidos.

ORIGEN

Su nombre proviene del náhuatl “tomatl”, lengua que hablaban los aztecas asentados en tierras mexicanas, donde se cree que fue cultivado por primera vez. Por eso los conquistadores españoles comenzaron a llamarlo ”tomate”. Detrás de este fruto existe mucha historia. Evidencias arqueológicas confirman que el tomate verde fue usado como alimento en épocas prehispánicas, expandiéndose por varios países del mundo hasta llegar al continente europeo. Dicen que los primeros frutos que llegaron eran de color amarillo, por lo que en algunos países como Italia fue conocido con el nombre “pomodoro”, que significa “pomo de oro”. Hoy aún se pueden observar tomates amarillos en gran parte de Italia. En el resto del Mediterráneo su incorporación resultó más lenta, sin embargo desde el siglo XVIII forma parte de los ingredientes preferidos en la dieta y la cultura gastronómica.