Vivir bajo la mirada de los otros

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Participar en el mundo virtual se convirtió en un rito de socialización casi obligado. Permite darse a conocer y generar una audiencia propia. Sus riesgos son la dependencia de la aprobación externa y la virulencia de las discusiones.

Por Yamila Garab

Se suele llamar “distopía” a lo contrario de una utopía. Es decir, si lo segundo es el sueño de un mundo mejor, lo primero es la pesadilla de uno mucho peor. Podría afirmarse entonces que una distopía típica de la época actual, más allá de que vaya a concretarse o no en el futuro, es la de un mundo en el que las redes sociales invaden nuestra vida hasta convertirse en el único vínculo posible con los demás. Una sociedad donde las relaciones personales son reemplazadas definitivamente por la mediación de los celulares y las pantallas, ese espejo luminoso y negro a la vez.
Por lo pronto, la cultura de masas ya creó sus referencias ineludibles sobre este tema. Un episodio de la mundialmente popular serie británica Black Mirror, titulado“15 millones de méritos”, describe una sociedad de esclavos que se pasan la vida pedaleando en una bicicleta fija para generar energía eléctrica. Su única posibilidad de contacto social es en la realidad virtual, a través de una pantalla instalada frente a su bici, donde interactúan con otros en la misma condición mediante una suerte de avatar que los representa y al que pueden personalizar y tunear.
Aunque todavía estemos lejos de tales extremos, es un hecho que, para millones de personas, Facebook o Instagram son un componente decisivo de la vida social e incluso una extensión de la personalidad. “Las redes sociales son un escenario cotidiano para cada vez más gente en todo el planeta, una actividad en la cual se invierte muchísimo tiempo y esfuerzo”, explica la antropóloga argentina Paula Sibilia desde Río de Janeiro, donde es profesora de la Universidad Federal Fluminense.

“En los perfiles de las redes, sobre todo en Facebook, se funden y confunden la vida real y el relato que se hace de ella”. Paula Sibilia

Autora del libro La intimidad como espectáculo (2008, actualizado en 2016), Sibilia asegura que en las redes sociales “se volvió necesario mostrar todo lo que uno es, o más bien, lo que cada uno quiere que los demás crean que uno es para recibir un ‘me gusta’, que es una forma actual del aplauso”. En este sentido, cuestiona que en Facebook –la red más popular– se haya universalizado “una estética de tipo publicitario según la cual todos intentan mostrar una vida feliz y exitosa: una versión quizás no del todo falsa, pero sí diseñada o ‘photoshopeada’ de uno mismo”. En su opinión, esta forma de “editar” la propia vida está ligada a “una lógica del mercado que mide el valor de todo lo expuesto en función de la cantidad de ‘me gusta’, visualizaciones y reproducciones”: el rating virtual.
“Lo impresionante es cómo hemos aprendido en tan poco tiempo a responder a los estímulos que nos llevan a vivir de este modo inédito: visibles y conectados”, agrega. Sin embargo, Sibilia alerta que la contrapartida de esta sobreexposición y de la dependencia cada vez mayor respecto a la mirada de los otros es “la proliferación de personalidades mucho más expuestas y altamente vulnerables a ese veredicto que emana de ojos ajenos”. Advierte, además, que existe un gran riesgo para quienes exageran su exposición en las redes, y es el de que “algo salga mal y se produzca un papelón viral: ser víctima de bullying, escraches o linchamientos virtuales”. Por eso, opina que el “temor a la humillación pública” funciona en muchos casos como el único freno posible al ímpetu exhibicionista.

LA GRAN VIDRIERA
Es casi imposible calcular la capacidad de daño que pueden tener las redes sociales cuando se las utiliza en forma irresponsable o se subestima su influencia en la vida real. Esto quedó demostrado con el reciente y trágico suicidio del adolescente Agustín Muñoz, en Bariloche, después de que se viralizó en Instagram una falsa denuncia de abuso sexual en su contra –y de que mucha gente la diera por cierta–. Fue la evidencia de cómo una mentira en un posteo puede tener efectos fatales e impredecibles sobre las personas.
Lo ocurrido superó ampliamente al argumento de otra de las ficciones de Black Mirror, titulada “Caída en picada”, en la que mostraba que todos los humanos son sometidos a calificaciones asignadas en todo momento por los usuarios de las redes: una reputación pública que va de una a cinco estrellas, como si fuéramos un producto de una tienda on-line.
A propósito de esto, el ensayista y docente universitario Gonzalo Aguilar dice que uno de los grandes desafíos que nuestra sociedad tiene por delante es “lograr que Internet y las redes no nos invadan tanto la vida real, o al punto de influir en nuestras ideas y emociones”. Incluso sin llegar a extremos como el mencionado, Aguilar advierte sobre ciertos fenómenos mucho más habituales: “Nos promocionamos, creamos una imagen y tratamos de mostrar que nos va bien, somos exitosos, nos pasan cosas buenas y tenemos una postura determinada en los debates públicos. Entonces, los ‘me gusta’ o ‘me encanta’ de alguna manera le dan consistencia a esa imagen; pero también ocurre lo contrario cuando la indiferencia de los demás nos frustra y nos afecta en la autoestima”.
También el licenciado en Psicología Pablo Boczkowski, profesor en la Escuela de Comunicación de la Northwestern University, explica desde Evanston, Illinois, que la repercusión que obtienen los posteos “puede tener un efecto en la vida anímica”. Sin embargo, aclara que esta situación “no es nueva en absoluto, sino más bien algo que conocemos desde siempre, y es el hecho de no obtener en nuestra vida real el reconocimiento que esperamos por lo que hacemos o decimos”.
Admite que las redes sociales “amplifican nuestras posibilidades de construirnos un público, compuesto por nuestros seguidores, para dar a conocer lo que tenemos de interesante para mostrar”.
En este sentido, es ilustrativo el caso del periodista bonaerense Juan Pablo
Csipka, quien, gracias a sus copiosas, extensas y muy eruditas publicaciones en Facebook, logró en pocos años convertirse en un referente intelectual indiscutido en el mundo virtual para periodistas y personalidades de la cultura. Hoy escribe asiduamente en diversos medios tanto digitales como en papel, e incluso fue convocado a moderar charlas en la próxima Feria del Libro de Buenos Aires.
“Es posible insertarse en ciertos ambientes a partir de la red de contactos que uno mismo crea. Si alguien escribe sobre música, literatura o cine, por ejemplo, y el público que lo lee tiene inquietudes similares, es indudable que se abren posibilidades en el mundo real”, explica Csipka. Agrega que, en su opinión, no sirve de nada aparentar en las redes ser alguien distinto a como se es en la vida real: “Hay que ser uno mismo, porque esa es la mejor carta de presentación”.
En una de las fábulas del griego Esopo se cuenta que un amo envía a su esclavo al mercado a comprar el mejor manjar que encuentre, y este le trae unas lenguas. Otro día le encarga comprar la peor comida que pueda conseguirse, y el esclavo le vuelve a traer unas lenguas. Cuando el amo le pide explicaciones, el esclavo argumenta que la lengua, cuando se la usa bien, es un instrumento de paz y concordia, mientras que si se la usa mal puede provocar enfrentamientos o guerras.
La segunda posibilidad, extrapolada a lo que ocurre hoy en las redes sociales, es motivo de preocupación para Mario Pecheny, politólogo e investigador del Conicet, quien se muestra alarmado por la virulencia de las “discusiones sin filtro” que suelen entablarse en Twitter, Facebook o en los foros de lectores de diarios on-line. “Hay una tendencia al linchamiento verbal, al escrache público y a tomar partido en una forma muy polarizada y agresiva. Está claro que las redes no facilitan el debate civilizado, sino que más bien nos hacen sacar lo peor de nosotros”, razona.
A propósito de esto, Pecheny cita al filósofo surcoreano Byung-Chul Han, una autoridad mundial en esta temática, quien en su libro En el enjambre explica que justamente el carácter instantáneo de estos posteos es lo que hace posible una “transferencia inmediata del sentimiento de ira hacia los dedos sobre el teclado”. Han, que estudió y desarrolló toda su carrera académica en Alemania, bautizó a este fenómeno shit storm (“tormenta de mierda”), y lo describe como lo opuesto absoluto a las tradicionales “cartas de lectores” de los diarios, que permitían ir procesando intelectualmente el enojo que las motivaban mientras se las escribía.
Pecheny destaca que en el tecleo frenético de las redes sociales “existen incluso menos mediaciones y cuidados hacia el otro que en el debate cara a cara”. Y agrega que, por este motivo, él optó por participar solo lo indispensable en las redes: “Cuando leo tantos insultos y comentarios agresivos trato de decirme que, al fin y al cabo, no es más que Facebook y no tengo por qué tomarme tan en serio todo lo que se dice. Pero la verdad es que muchísima gente se enfervoriza y lo convierte en algo muy trascendente”.
Otra visión sobre este problema es la que propone Aguilar, quien, sin desdeñar el carácter patológico de estas guerras verbales, se anima a abrir una ventana –o una pequeña claraboya– al optimismo: “También se puede decir que en las redes sociales encontramos personas muy bien informadas, deseosas de estar ligadas a la época en que viven y a sus problemáticas”. Por eso, opina que muy pronto las redes sociales van a ser “uno de los grandes escenarios de la discusión política y de los grandes debates de nuestro tiempo”. Lo atribuye a que hoy “el celular es la prótesis de nuestro cuerpo que diluye la separación entre lo público y lo íntimo, lo individual y lo colectivo”.
Quizás, el instrumento que podrá ayudarnos a crear una utopía o una distopía.

 

EL DERECHO A LA CIUDADANÍA DIGITAL

Por invitación del Gobierno nacional, 100 argentinos referentes en sus profesiones respondieron hace un año a la pregunta: “Si tuviera que escoger una política o reforma con vistas a la Argentina del 2030, ¿cuál propondría?”. Entre ellos, la politóloga y doctora en Comunicación Eugenia Mitchelstein propuso que el Estado debiera garantizar la “ciudadanía digital de todos los argentinos”; es decir, la igualdad de oportunidades para conectarse a Internet, incluida la infraestructura de comunicaciones adecuada y la capacitación para ello.
Entre sus argumentos, Mitchelstein indica que la desigualdad en este rubro “se traduce en diferencias en niveles de participación en la vida política, social y económica”. Destaca la importancia de Internet “para peticionar a las autoridades o informarse sobre cuestiones sanitarias, entre otras”. Y advierte que, en la era del Big Data, quienes viven sin conexión quizás dejarán de ser registrados como ciudadanos para ser beneficiarios de políticas públicas.

LAS REDES POR EDADES

Los usuarios de Internet en la Argentina utilizan en promedio entre dos y tres redes sociales, asegura un estudio de la consultora porteña Carrier y Asociados, especializada en marketing digital. Esto
incluye a WhatsApp, considerada una red social por el hecho de tener grupos, y que de hecho es la más popular: la usa el 94 por ciento de los que se conectan a Internet.
El informe, segmentado por grupos etarios, indica que la segunda red más popular es Facebook. La usan entre el 65 y el 80 por ciento de los millennials (de 25 a 34 años), la generación X (35 a 55 años) y los babyboomers (nacidos entre 1945 y 1965), pero solo el 26 por ciento de los centennials (menores de 25).
Los más jóvenes tienen un perfil muy bien definido: el 90 por ciento utiliza Instagram, una red social que privilegia la imagen sobre la palabra, y Snapchat, cuyos contenidos son efímeros por definición.